Por Joaquín Fermandois
El Mercurio
Las crisis como la que presenciamos desatan marejadas de rabia y despecho. No es para menos. ¿Cómo es posible que un orden que se dice fundado en la ciencia y las prácticas más rigurosas se desplome y arrastre en su caída -o debería hacerlo- no sólo a quienes fueron sus protagonistas más visibles, sino a una multitud de personas que componían partes y partecitas de un inmenso engranaje? Esto se agrava porque su origen no está en un conflicto, ni en decisiones políticas, ni en pérdida de competitividad, ni en incapacidad de asumir el desarrollo.
Estas crisis provienen de la esfera abstracta de la vida económica, esa zona donde "el dinero crea dinero", algo tenido por pecado siglos atrás. Economía de mercado existe desde el origen de la civilización. La economía moderna le añadió la abstracción, tanto por los instrumentos financieros que se originaron hace unos siete siglos como por la teoría económica. Lo que antes era espontáneo, ahora se puede examinar y, por ende, se puede intervenir el proceso de producción e intercambio. Ha sido la gran fuente de reforma que les da ímpetus a los cambios en la modernidad. Atizan el deseo de comprobar los límites y, quizás, de provocar el terremoto que permita reinventar, como se dice ahora, la sociedad humana.
El escenario global del siglo XX fue testigo de esta batalla. Las economías de mercado con sistemas democráticos, comenzando por las anglosajonas, encontraron su camino, aunque no existe una receta clara ni definitiva para la coexistencia de la política y la economía.
Éste es el modelo central de la modernidad. Los otros modelos no resistieron a la fuerza de la espontaneidad económica, política y cultural que emanaba de él. Existen "peros", de crisis en apariencia irracionales, como la que vemos, y sucede que la mayoría de las sociedades de la Tierra no alcanzó ese grado de desarrollo, y es una cuestión abierta si alguna vez lo lograrán.
Hubo alertas tempranas de esta crisis, aunque, como todas las que la antecedieron, nadie la había anunciado, ya que en las ciencias del comportamiento humano no existe el teorema de la predicción. Ante la arrogancia de algunos empresarios y economistas, es natural que se revelen ahora las iras sarcásticas ante lo que parecía un decálogo definitivo. Y también el resentimiento, y aquello que los alemanes llaman "Schadenfreude", o sea, alegrarse porque a los otros les va mal.
No está mal. Así ventilamos nuestras frustraciones. Existe también la alegría apenas disimulada de quienes están atrapados por la nostalgia de los sistemas marxistas, convencidos de que Marx tendrá la razón, aunque sea en un futuro lejano. Existe también la inquietud de sectores respetables, que es posible que prefieran vivir en un sistema archiorganizado, como los marxistas, que aseguran el pan nuestro de cada día, sin hacerse problemas por la libertad política y cultural. Pienso que nunca dejarán de ser una minoría, aunque no pequeña.
Las ventajas de estos sistemas no podrían llegar de manera permanente a las mayorías, aunque representan un desafío para las sociedades abiertas.
En este sentido, lo bueno de la crisis es que recuerda la importancia del orden político para la sociedad. Claro, no para que violente más allá de todo límite a la lógica de lo económico, que es la tentación latinoamericana, sino para que se discurran salidas al túnel. La economía y la política son parte de la condición histórica del ser humano. Una no produce a la otra, aunque jamás transiten por caminos muy distantes. La sabiduría política consiste en establecer la frontera apropiada en cada momento.