Por Manuel F. Ayau Cordón
Prensa Libre
Cuando la legislación y el Gobierno garantizan a todas las personas individuales el ejercicio de sus derechos individuales, podemos decir que disfrutamos de libertad, limitada solamente por los iguales derechos de los demás, pero no por los intereses de los demás, porque el mundo real no se puede conformar a la idea de cada quién. Es, pues, inevitable que el ejercicio de sus derechos, de su libertad, nos afecte a los demás. Para hacer posible la convivencia de las personas que forman la sociedad se necesitan normas que coordinen y compatibilicen los actos de sus miembros, pero esas normas son para proteger los iguales derechos de todos y no para dirigir sus actos, sus iniciativas.
Preguntémonos, ¿qué es un derecho? Cuando hablamos de derechos individuales no nos referimos a las aspiraciones que la desprestigiada Naciones Unidas, bajo la influencia de los socialistas norteamericanos que la organizaron (como el que en ese entonces fue agente secreto del Kremlin, Alger Hiss, posteriormente acusado de traición y encarcelado), dispusieron llamarle derechos humanos para no usar la palabra individuales, porque iría en contra de su filosofía colectivista. Caso parecido es lo que se llegó a llamar derechos sociales, como si la sociedad no estuviera integrada por seres humanos individuales. El nombre sociedad es solo el nombre que se le da al conjunto de personas, pero no tiene cerebro, ni corazón, ni extremidades propias. (Atribuirle características de persona humana a la sociedad, por ejemplo, se llama hipóstasis). La sociedad no peca, no tiene virtudes, no piensa, no duerme, no come, no actúa, no toma decisiones, etcétera, y por ello, el adjetivo social o humano, en la forma que se lo pegan a los derechos, se utiliza solo como opio para adormecer al pueblo y socavar los derechos individuales.
Por ejemplo, el derecho a una vivienda. Poseer una vivienda es una laudable aspiración, y todos tenemos el derecho individualmente de obtenerla pacíficamente, si tenemos los medios para ello. Pero usted no tiene obligación de proporcionármela, y yo tampoco se la puedo exigir, porque, igualmente usted podría exigirme la suya. También usted tiene el derecho individual de educar a sus hijos, pero no me puede exigir que yo se los eduque. El colmo de lo absurdo es que, según la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, todos, aunque no estemos contractualmente empleados, tenemos derecho a dos semanas de vacaciones pagadas, pero no dice quiénes tienen la obligación de pagármelas.
Un derecho es la facultad de una persona de ejercer un acto o de disponer de algo, por decisión propia, sin tener que pedir permiso o autorización a nadie. Los reglamentos o las leyes solamente se lo pueden impedir legítimamente cuando viola derechos de otros. El único límite aceptable de la libertad son los iguales derechos de los demás. Por eso, para que los reglamentos que limitan lo que cada quien puede hacer sean aceptables para todos y considerados justos, deberán afectar a todos por igual, sin excepciones (los griegos le llamaban isonomía) y ser establecidas de antemano. Cuando la ley o los reglamentos afectan a unos de una manera distinta a como afectan a otros, surge la discriminación y la expoliación, el descontento de unos, y no merecerá aceptación general, es decir, no se le reconocerá legitimidad ni merecerá respeto.