Por Rosa Montero
El Colombiano, Medellín
Hace unas semanas mencioné de pasada a los extraterrestres. Estaba criticando el dogmatismo de los castristas, y vine a decir que la gente fanática es capaz de llegar a creer en cosas tan insensatas como las abducciones ultragalácticas. Pensé que recibiría alguna carta crítica de algún partidario de Fidel, y así fue. Pero lo que no me imaginaba era que también me escribiría un lector partidario de los marcianos. No quisiera que mis palabras sonaran hirientes: la verdad es que el mensaje me dejó asombrada.
Era un texto cortés, respetuoso, incluso afectuoso, bien escrito, sin duda proveniente de alguien que ha recibido una educación superior. Una carta prudente y moderada, salvo por el pequeño detalle de que censuraba mi incredulidad y sostenía que los secuestros alienígenas eran una realidad indiscutible que los servicios secretos se empeñaban en ocultar.
Es asombroso lo que la gente puede llegar a creer. Aunque también resulta alucinante lo que no cree: por ejemplo, según una reciente investigación, el 23% de los británicos piensa que Winston Churchill es un personaje de ficción. Lo fascinante, en fin, es ver por dónde pasa la frontera de la credulidad y qué cosas se quedan a un lado y al otro de la línea. Sin duda esa frontera está influida por el marco cultural: lo que los individuos creen depende en gran medida de la sociedad en la que viven y de la época.
En nuestras sociedades posindustriales, con su respeto democrático por la diferencia y con el desarrollo de los medios de comunicación, que permiten que los distintos puedan ponerse más fácilmente en contacto entre sí, el marco de lo normal es mucho más elástico que en otras épocas, de modo que hoy se puede creer casi en cualquier cosa. Por ejemplo, en Lucifer. Si se mira bien, creer que el diablo existe y puede poseerte es algo equivalente a pensar que un marciano con trompetillas fláccidas en lugar de orejas puede raptarte mientras duermes, con la única diferencia, a favor de Satanás, de la antigua y profunda raigambre cultural de lo demoníaco, mientras que las abducciones alienígenas apenas se remontan a los años cuarenta del siglo pasado. El estupendo astrofísico Carl Sagan decía que no cabe la menor duda de que no somos la única especie inteligente del universo. Ahora bien, añade Sagan, teniendo en cuenta la inmensidad temporal y espacial del cosmos, resulta imposible (la improbabilidad estadística es descomunal) que ese organismo avanzado esté lo suficientemente cerca de nosotros como para dedicarse a hacer turismo por nuestro planeta con un platillo volante.
Una imposibilidad que resulta aún más aplastante cuando ves las descripciones que los abducidos dan de sus alienígenas, porque los hay de todo tipo: reptilianos y con escamas, pequeñitos y con el pelo rojo, altos y translúcidos? O sea, que no sólo estaría visitándonos un ser ultragaláctico, sino una docena de seres distintos. A partir del estreno en 1977 de la película Encuentros en la tercera fase, de Spielberg, los abducidos empezaron a describir con sospechosa coincidencia un tipo de marciano que antes no existía en sus relatos, gris, pequeño, de largo y fino cuello, cabezón y con los ojos grandes, en todo semejante a los alienígenas del filme: y es que el cine de Hollywood forma parte del marco cultural de nuestros tiempos, es como lo de creer en el diablo en el siglo XII. En el documentadísimo libro Las abducciones, ¡vaya timo!, de Luis R. González (Ed. Laetoli), en fin, se pueden leer los delirantes detalles de la fe alienígena.
Me pregunto por qué habrá tanta gente que quiere creer que ha sido secuestrado por un marciano. Tal vez nos sintamos demasiado solos como especie. Solos y aterrados ante el colosal vacío del universo.