Por Rosa Montero
El Comercio, Lima
La envidia es una de las maldades más necias e inútiles que existen. Ser malo por ambición desenfrenada, por ansias de poder o por avaricia, como, por ejemplo, asesinar para medrar o robar para ser rico, puede resultar repugnante y atroz, pero encierra cierto sentido, por perverso que sea. Ahora bien, alegrarse con la desgracia del prójimo y enfermar de envidia tiñosa ante sus éxitos es algo no solo monumentalmente miserable, sino también estúpido, porque entonces las satisfacciones y los sobresaltos de tu vida estarán por completo fuera de control y dependerán de cómo les vaya la vida a los vecinos.
Siempre se ha dicho que este país es especialmente proclive a la envidia, y, aunque me fastidian los estereotipos nacionales y procuro no caer en la trampa del 'Spain is different', la verdad es que la ferocidad con que nos refocilamos de la desdicha ajena es algo difícil de encontrar en otras sociedades, salvo, quizá, en las latinoamericanas, a las que seguramente hemos contagiado de unos cuantos vicios. Esta acendrada tendencia hacia la mezquindad se manifiesta en la alegría con que nuestro país acoge los fracasos de la gente famosa. El modelo de funcionamiento suele repetirse: primero, mientras el famoso triunfa, por lo general, hay un papanatismo reverente. Pero en cuanto el personaje pega un tropezón, los mismos que instantes antes le adoraban, se le lanzan a la yugular como en un frenético festín de tiburones.
Este verano hemos tenido un par de ejemplos clamorosos de esta ceremonia de acoso y derribo. El primero con Federer, que ha pasado de ser un deportista prodigioso, un hombre admirable y el mejor tenista de la historia, a ser un tipo antipático, absurdo y acabado. Pero el caso más sangrante ha sido el de Julio Iglesias. Verán, nunca he soportado a este cantante. No me gusta su mentirosa música de plástico, ni su voz melosa, ni su cara de palo recosida de cirugías estéticas. Sin embargo, resulta que este hombre lleva más de 30 años siendo una estrella mundial, una de las mayores estrellas que este país ha tenido. Un lugar muy alto que casi nadie alcanza y en el que --y esto es lo más difícil, lo más asombroso-- él se ha mantenido, construyendo una larguísima carrera. Pues bien, con qué regodeo se ha contado en los medios este verano que tuvo que suspender el concierto de Palma de Mallorca "porque no había vendido ni un centenar de entradas"; o que en el concierto que dio semanas después en Benidorm no consiguió llenar: faltaban mil personas en un aforo de 5.000.
En primer lugar, no se sabe si la suspensión de Palma fue de verdad causada por la falta de espectadores; oficialmente, se dijo que había problemas logísticos para transportar el material hasta la isla. Pero, aunque se hubiera cancelado por falta de público, lo cual es muy probable, no entiendo ese trompeteo general, la fruición con la que los comentaristas se han lanzado a declarar el fracaso de Julio Iglesias, su caída definitiva, el hecho innegable de que está acabado.
¿Fracaso? Un hombre que lleva 30 años siendo una figura mundial ya no puede fracasar en ese terreno. Y lo mismo se puede decir con respecto a Federer, que ha permanecido como número uno el increíble tiempo récord de cuatro años y medio. Nada en la vida, empezando por la misma vida, puede ser eterno. Todo lo que sube, baja, y viceversa: la existencia está llena de mudanzas. A veces me asombra la banalidad con que la gente usa los verbos fracasar y triunfar, como si fueran valores absolutos y permanentes. No hay nadie que fracase en todo, ni nadie que triunfe en todo: y, desde luego, nunca es para siempre. Hoy te puede ir bien en la vida personal mientras que en la profesional tienes un revés, pero dentro de 10 años quizá suceda lo contrario.
Por eso, por esa constante fluctuación de las cosas, es por lo que lograr mantenerse en algo resulta tan extraordinario y meritorio. Como Julio Iglesias, como Federer. Como es natural, en algún momento tenían que dejar de estar en lo más alto. Inevitablemente. En otros países, en Francia, en Inglaterra, respetan y cuidan, como tesoros públicos, a las grandes figuras del pasado. Nosotros, en cambio, nos lanzamos a pisotearlas regocijadamente. Eso es lo que tienen en común Julio Iglesias y Federer: la cochina envidia de la gente.