Por Mario Diament
La Nación
MIAMI.- En 1964, un autor de best-sellers llamado Irving Wallace escribió una novela que tituló El hombre . Imaginaba el derrumbe de una catedral, en el que morían el presidente de Estados Unidos y el titular de la Cámara de Representantes, y que, como resultado, el vicepresidente sufría un infarto fatal. El siguiente en la línea de mando era un humilde senador negro, Douglas Dilman, quien debía asumir la conducción del país sin proponérselo.
La propuesta era inquietante, pero francamente descabellada para 1964. Aunque ese año se sancionó el Acta de los Derechos Civiles, que prohibía la discriminación en las escuelas y los empleos, el racismo seguía rampante en el Sur y tres activistas, un negro y dos judíos, eran asesinados por el Ku Klux Klan en Mississippi. Sólo el carácter accidental de la premisa de Wallace la tornaba creíble.
Cuando Joseph Sargent llevó la novela al cine en 1972, los tiempos habían cambiado. Ese año, Shirley Chisholm, una congresista demócrata de Nueva York, se convirtió en la primera negra candidata a la presidencia por uno de los dos grandes partidos. En la Convención Demócrata de Miami que designó a George McGovern, Chisholm obtuvo el 5,04 por ciento de los votos, un porcentaje modesto, pero que la ubicaba por encima de postulantes tan conocidos como Hubert Humphrey, Ted Kennedy, Eugene McCarthy y Walter Mondale.
Aun así, El hombre , interpretado en la pantalla por James Earl Jones, planteaba una posibilidad que seguía siendo remota.
Pero el próximo martes, si uno atiende al resultado de las encuestas, la realidad podría superar a la ficción y un hombre de color podría convertirse en el próximo ocupante de la Casa Blanca.
Aunque el mundo ya se ha hecho a la idea de que es factible que el candidato demócrata, Barack Obama, gane las elecciones, el paso de la probabilidad al hecho habrá de acarrear algunos cambios significativos, comenzando por una ola de generalizada simpatía hacia Estados Unidos como el país no ha experimentado en los últimos ocho años, en los que estuvo durante la presidencia de George W. Bush.
Después de todo, ¿cuántas naciones industrializadas podrían pensar en encontrarse ante una situación semejante? ¿Votarían los ingleses, los franceses o los alemanes por un primer ministro o un presidente negro?
Mensaje
Desde la época de John F. Kennedy, nadie ha escuchado un mensaje como el de Obama. Ni siquiera Bill Clinton, que era un comunicador formidable, logró despertar la excitante perspectiva de estar en la antesala de una nueva era.
Si los años de George W. Bush en la Casa Blanca representaron el regreso a la imagen del "norteamericano feo", ese arquetipo del yanqui prepotente que William Lederer y Eugene Burdick retrataron magníficamente en la novela del mismo nombre, Obama promete llegar a la Casa Blanca como la materialización del sueño que Martin Luther King Jr. compartió en la mañana del 28 de agosto de 1963, desde la escalinata del monumento a Lincoln, con los 250.000 manifestantes que habían marchado sobre Washington para reclamar por empleos y libertad, y con los millones de personas que lo escucharon ese día y se han inspirado en sus palabras desde entonces.
Releer algunas de sus líneas en estos días es comprobar hasta qué punto la sociedad norteamericana se ha transformado. "Sueño con que un día esta nación se haya de elevar hasta ponerse a la altura del verdadero sentido de su convicción de que todos los hombres son creados iguales", dijo King, saliéndose de su discurso escrito.
"Sueño con que mis cuatro pequeños hijos vivan un día en una nación donde no sean juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter. Sueño con que un día, en las rojas montañas de Georgia, los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex esclavistas puedan sentarse juntos en la mesa de la hermandad."
El 4 de noviembre puede muy bien ser ese día.
El efecto Obama tiene la posibilidad de cambiar la relación de los Estados Unidos con el resto del mundo y, por lo mismo, la relación del resto del mundo con los Estados Unidos. No se trata meramente de la eficacia de sus políticas, que tomarán su tiempo en hacerse efectivas, ni de la suposición de que saldrán de él fórmulas mágicas para terminar la guerra en Irak y sanear la debacle financiera.
Pero los grandes momentos históricos tienen esa misteriosa capacidad de invocar lo imprevisto.