Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
El título de esta nota se me ocurrió a raíz de la lectura del primer capítulo de The Disaster Lobby cuya autoría pertenece a Melvin Garyson y Thomas Shepard en el que critican con agudeza el libro de Rachel Carson The Silent Spring. Muestran como esta última obra constituye “un ataque a los conceptos e instituciones” tan caras a la mejor tradición estadounidense. También ponen de manifiesto que es “un ataque al progreso tecnológico y científico” disfrazado bajo el ropaje de devastadoras recetas para combatir la polución ambiental, en definitiva “un ataque al hombre mismo”.
Esto a su vez me recuerda el contundente ensayo de Ayn Rand titulado “The Anti-Industrial Revolution” publicado con otros trabajos bajo el mismo título del referido artículo en el que la autora comienza sus elucubraciones exhibiendo la tragedia de lo que ocurriría durante un día cualquiera en el seno de una familia común si no pudiera recurrirse a los adelantos tecnológicos que, lamentablemente, se dan por sentados.
En todo caso, como es sabido, el cuarto mandamiento alude a la importancia de “honrar al padre y a la madre”, lo cual constituye un consejo muy fértil puesto que los progenitores -salvo degenerados- son los que cuidan y alimentan a la prole y, sobre todo, son los que con el paso de los años acumulan experiencia que trasmiten a los descendientes al efecto de hacerles ganar tiempo y no tener que comenzar de cero y verse acorralados por situaciones ingratas y tropezones que pueden evitarse si se presta debida atención a las reflexiones y advertencias de los mayores.
Si este proceso se hace en el contexto del debido respeto recíproco y fundamentado en argumentaciones de peso y el necesario intercambio de ideas, el resultado es por lo general excelente. En no pocas ocasiones aparece cierta dosis de ingratitud cuando les toca a los hijos cuidar a los padres de edad avanzada sin recordar los malos momentos, los disgustos y las noches en vela que ellos absorbieron con los niños.
Grayson y Shepard sostienen con gran razón que vivimos una época en la que se adula a los jóvenes por el mero hecho de haber nacido más recientemente de tal manera que no solo se pierde todo sentido de proporción sino que se subestiman las experiencias de los padres logradas a puro rigor de las enseñanzas que proporciona la prueba y el error al explorar nuevas avenidas a partir de las ventajas obtenidas si ellos a su vez oyeron a sus padres.
Escriben estos autores que “Debido a esta genuflexión hacia los jóvenes, las teorías sobre la educación en los colegios se transformaron en una cirugía mayor en América [del Norte...]. Los estudiantes universitarios demandaron el derecho a establecer la estructura curricular, a imponer los requerimientos para graduarse, a seleccionar los textos y a contratar y despedir a sus profesores”. Todo lo cual ocurre de modo mucho más acentuado en otros países (hace poco, en una librería, tuve en mis manos Los nuevos dictadores, una obra de la que no recuerdo el autor/a pero que se refiere a la prepotencia inaudita y los desplantes mayúsculos que se suelen aceptar de hijos y alumnos simplemente por pánico a las reacciones si se los contradice).
Ya de por si, como hemos apuntado en otras oportunidades, las reparticiones oficiales de educación se entrometen de tal manera en la educación privada que la convierten en privada de toda independencia, lo cual, de facto, la torna en estatal con todos los severos problemas que crea la politización en los campos educativos.
El retorno al cuarto mandamiento se torna imperativo puesto que su desconocimiento constituye efectivamente el origen de la tergiversación de valores y la pérdida del sentido de la jerarquía y de las consiguientes responsabilidades y deberes que conforman el aspecto medular de la institución familiar.