Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
Cuanta razón tenía Thomas Jefferson cuando afirmó que, sin titubear, ante la disyuntiva entre no contar con una prensa libre y tener gobierno frente a no contar con gobierno pero tener prensa libre, prefería esto último. El cuarto poder libre de toda amenaza y atadura resulta esencial, no solo para contrastar informaciones en competencia sino, especialmente, para mantener en brete al poder político. De esto depende en gran medida el respeto a los derechos de las personas.
Las críticas al aparato estatal constituyen un arma crucial para contener las tentaciones del abuso de poder porque como reza el conocido dictum del gran liberal decimonónico Lord Acton: “el poder tiene a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. En un plano más general y referido al sur del continente americano, Octavio Paz, en El ogro filantrópico, escribe que “Si los intelectuales latinoamericanos desean realmente contribuir a la transformación política y social de nuestros pueblos, deberían ejercer la crítica”.
En verdad resulta un espectáculo grotesco la fantochada de mercenarios que la juegan de periodistas que no son más que megáfonos al servicio del príncipe. Por el contrario, nunca será suficiente el reconocimiento a periodistas propiamente dichos que expresan su independencia, su honestidad intelectual y su coraje a rajatabla sin miramientos ni concesiones de ninguna naturaleza para con el Leviatán ni para quienes, bajo distintos disfraces y ocultamientos, resultan ser sus intermediarios.
En estas líneas quiero recordar un caso paradigmático de un conocido periodista argentino a quien el gobierno de Néstor Kirchner le arrancó un programa radial por no endosar su estilo autoritario. Me refiero a Pepe Eliaschev quien desde hacía décadas transmitía programas radiales en diversos medios que llegaban a vastas audiencias y que eran apreciados por sus célebres y medulosos editoriales.
Afortunadamente las reacciones frente a tamaño desmán se hicieron sentir desde las más variadas latitudes y en muy diferentes foros, pero el hecho es que el señor Eliaschev está aún sin programa radial a pesar del tiempo transcurrido. En estos días estuve consultando uno de sus libros titulado Lista negra, obra que constituye una mezcla de autobiografía intelectual y reseña de del manotazo de marras. Es una suerte de nítida radiografía de la persona que se corrobora con lo que dicen de él quienes vale la pena escuchar: con sus errores y aciertos es un hombre íntegro, lo cual, a mi juicio, es lo mejor que puede decirse de una persona. Solo así el espejo permite mirar de frente la decencia y la hombría de bien.
Resulta sobrecogedora su descripción de la noche en que fue informado por la autoridad de la radio en cuestión que, “cumpliendo órdenes”, el programa sería sacado del aire y, consecuentemente, no aparecería más en la grilla de la emisora. El relato produce en el lector una sensación de estupor, de impunidad, de indefensión, de indignación y de vejación que por momentos dificulta la respiración.
A pesar de que el autor proviene de una tradición de pensamiento distinta de quien esto escribe, en las páginas de la referida obra se refleja una higiénica y muy categórica desconfianza a los aparatos de fuerza. Por ejemplo, escribe de modo contundente que “El poder, todos los poderes, tienen, con más o menos matices, con mayor o menor intensidad, un natural recelo hacia la independencia, hacia la libertad, hacia la autonomía”. Punto de partida interesante en verdad para seguir escudriñando y explorando las avenidas de la evolución social.
En este contexto es pertinente señalar que para asegurar dosis mayores de anticuerpos frente a los avances del poder, las ondas electromagnéticas deberían asignarse en propiedad y así evitar a toda costa la trasnochada figura de la concesión estatal, lo cual indica a los gritos que el dueño de las emisoras es el monopolio de la fuerza que, de acuerdo a las estipulaciones contractuales, puede legalmente decidir la no renovación y la asignación a otro postulante. En cambo, si se procede a la asignación de derechos de propiedad, se dificulta el zarpazo estatal ya que los funcionarios se verían obligados a expropiar lo cual demanda otros procedimientos, al tiempo que queda más en carne viva el atropello.
Del mismo modo, deberían eliminarse todas las agencias estatales de publicidad que sirven para manipular las pautas según la línea editorial de los diversos medios. No es un argumento de peso sostener que en otros lares se hace lo mismo. Cuando íbamos al colegio -en Introducción a la Lógica- nos enseñaron la falacia ad populum: si todos lo hacen está bien, si nadie lo hace está mal.
En este mismo recorrido argumental, para fortalecer la libertad de la prensa escrita es un camino fértil la liquidación accionaria de la parte gubernamental en las empresas de papel y, asimismo, debe subrayarse que constituyen una seria amenaza cargos públicos como los de las secretarias de medios y dislates como las figuras del desacato y el derecho de réplica. En este último caso, autorizar que terceros puedan utilizar a su antojo el medio del prójimo para desmentir informaciones sin orden judicial previa, es tan descabellado como obligar a que el autor de un libro o el director de una obra teatral con las que ciertas personas se sienten agraviadas publique otro libro o presente otra representación con libretos distintos. Todo lo cual no excluye la posibilidad de que en el fallo judicial se obligue al medio a la rectificarse.
La libertad de prensa y la independencia periodística deben preservarse como valores fundamentales puesto que constituyen el oxígeno vital de una sociedad abierta. En climas en los que predomina la prepotencia como el caso que le tocó vivir a Pepe Eliaschev en la Argentina, la expulsión por los mandones de turno constituye el desagradable precio de la independencia.