Por John C. Edmunds
Ha sido revelador observar cómo un solo hecho pudo gatillar una cascada de efectos secundarios en el sistema financiero mundial. El monto total de hipotecas subprime emitidas en Estados Unidos no superó los US$ 3 billones (millones de millones). En tiempos anteriores, el daño causado por esos préstamos habría sido más fácil de contener. Pero a estas alturas esos créditos habían sido partidos en miles de pedazos y vendidos a compradores en distintos países. La consecuencia fue arrastrar hacia abajo el valor de los activos financieros en todo el mundo, infligiendo pérdidas por hasta US$ 100 billones a los inversionistas.
Los precios de esos activos no debieron haber caído tanto. No hubo una revolución en Brasil, ni una guerra, ni un desastre natural de proporciones mayores. Ni siquiera hubo una elección que pudiera cambiar en mayor medida el balance político. El país definitivamente no estaba enfrentando una crisis de deuda. Ya en junio de 2008 sus reservas en moneda extranjera equivalían al 134% de la deuda en dólares garantizada por el gobierno. Tampoco había una crisis cambiaria. La política cambiaria era de libre fluctuación.
Lo que sucedió fue que, en el momento exacto en que la presión por vender era mayor que lo normal, los mecanismos para comprar esos activos estaban inhabilitados. Las caídas de los mercados latinoamericanos alcanzaron sólo la mitad de la gravedad que en los primeros días de 1995. No obstante, en 1994-1995 los sistemas financieros eran mucho más vulnerables. No tenían la transparencia y resiliencia de hoy.
Esta vez, los aparatos financieros de la región han probado que son capaces de aguantar shocks. Los sistemas de países industriales son los que necesitan reformas. Ellos están lanzando grandes operaciones de rescate. Y cuando una operación no da resultados, lanzan otra. La razón es que esta vez la crisis los afecta. El daño que América Latina ha sufrido ha sido escasamente tomado en consideración.
El resultado será que las operaciones de rescate errarán en la dirección del exceso. Los bancos centrales de los países industrializados, con la plena cooperación de las autoridades fiscales, inyectarán tremendas cantidades de liquidez al sistema financiero. Lo seguirán haciendo, a veces en forma directa, sin diseño, hasta tener éxito en reemplazar la liquidez perdida. Luego se verán enfrentados a un problema distinto, y quizás, mejor: cómo lidiar con un rápido incremento de liquidez. Serán reacios a revertir su propio rumbo, proporcionando el combustible necesario para una ola de inflación.
Los países más prudentes de Latinoamérica no han participado en esta fase maníaca de inyectar liquidez a los mercados. Tampoco van a sobrerreaccionar cuando ésta regrese. Al contrario, han tolerado estoicamente la caída en los precios de los activos, y cuando el rebote llegue, van a permitir que los precios de bonos y acciones se eleven por las nubes. Eso, porque deben estar preparados para defender sus economías de las dos amenazas que se presentan con la crisis. Una es la parálisis financiera y la otra es la posibilidad de que China e India dejen de crecer rápidamente. Esta desaceleración, si ocurre, no será remediada tan rápidamente. De esta manera, los precios de las acciones y bonos se recuperarán, y el factor limitante será el crecimiento de los grandes países emergentes.