Allan Greenspan dijo recientemente que los fundamentos sobre los que se sostenía su visión intelectual de la economía se habían derrumbado. Greenspan fue el presidente del Banco de Reserva Federal de Estados Unidos entre 1987 y 2006. Se le imputa una grave responsabilidad en la crisis financiera actual por haberse negado a regular el mercado terciario de hipotecas (derivatives).
El razonamiento que entonces esgrimió era muy discutible: no había nada especialmente censurable en que unas entidades financieras estuvieran dispuestas a correr riesgos extraordinarios adquiriendo como garantías de sus inversiones ciertas hipotecas sub-prime que unas personas sin suficientes recursos se habían atrevido a suscribir. Es posible que el monto de esas operaciones fallidas alcance decenas de billones de dólares (trillions en inglés) desatando o perjudicado con ellas a millones de personas en todo el planeta.
Se equivocaba Greenspan. Existía algo tremendamente censurable: quienes en busca de un beneficio propio ofrecían las hipotecas a personas insolventes, a sabiendas de que carecían de recursos, estaban cometiendo una grave violación de la ley. Quienes empaquetaban estos instrumentos financieros de una manera opaca y, con la complicidad de las empresas aseguradoras de riesgo, los transmitían a terceros en los mercados internacionales, incurrían en una estafa. Por último, las entidades financieras que los adquirían, generalmente invirtiendo dinero ajeno, estaban obligadas a ser prudentes, a conocer exactamente el tipo de transacción que realizaban, y a proteger los intereses que custodiaban. La responsabilidad fiduciaria es exactamente eso y ellas incumplieron sus más sagrados deberes. Cometieron un acto de negligencia culposa con severos daños económicos, delito que aparece reseñado en todos los códigos penales del mundo.
No es verdad que no hubiera regulaciones. El hecho de que las normas no establezcan puntualmente que no se puede vender hipotecas sub-prime no quiere decir que esté permitido ocultar información, disimular los riesgos, mentir sobre la naturaleza de la transacción o invertir alegremente el dinero ajeno. Todo eso está prohibido. Las reglas no tienen que especificar que no se puede matar a una persona golpeándola en el parietal derecho con un objeto cilíndrico. Basta con que se establezca la prohibición de asesinar al prójimo. Lo que sucedió fue que una parte sustancial del sistema financiero norteamericano e internacional se comportó como Alí Babá y los cuarenta ladrones, ignorando las reglas de la ética y las leyes vigentes. Con el código penal en la mano, si hubiera suficientes fiscales, jueces de instrucción y voluntad de actuar, literalmente miles de empleados y ejecutivos de la banca y de la Bolsa podrían acabar tras la reja o ser severamente multados, aunque el mercado de las hipotecas sub-prime no esté regulado.
Pero más grave aún que este lamentable (y peligrosísimo) problema es la forma en que pretenden solucionarlo: entregarles dinero a muchas de las entidades que lo crearon. Flamante dinero, además, salido de la imprenta gubernamental, sin un correspondiente aumento de la producción o la productividad, lo que inevitablemente acabará generando una devaluación del poder adquisitivo de la moneda, empobreciendo a toda la sociedad, como siempre sucede con las emisiones de dinero “inorgánico”, palabra con que se califica en el tercer mundo a esta fraudulenta operación de prestidigitación financiera.
A mí me parece que esta crisis, lejos de demoler el edificio intelectual de Allan Greenspan, lo que ha hecho es confirmar que tenían razón sus mentores Mises, Hayek y Buchanan cuando advertían que las personas siguen sus propios fines y no la entelequia del “bien común”. Los políticos, que querían ser reelectos, siempre generosos con el dinero ajeno, incitaron a que millones de personas insolventes se convirtieran en propietarias de sus casas, y crearon o alimentaron con dinero público unos monstruos imposibles como Fannie Mae y Freddy Mac. Los corredores de bienes raíces, los bancos y las entidades bursátiles vieron todos una oportunidad dorada de ganar grandes sumas, aparentemente sin grandes riesgos. Y ante el desastre final, en lugar de propiciar que los culpables paguen por los resultados de sus acciones, el gobierno intenta sofocar el incendio con un río de dinero. Lo que se ha hundido no han sido las premisas intelectuales desde las que operaba Greenspan. Ha sido otra cosa mucho más importante: la convicción de que uno es moral y legalmente responsable de sus actos.
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