Por Carolina Barros
Analítica
El objetivo brasileño no es nuevo. Tampoco los argumentos de «integración» que lo sustentan. Para Itamaraty, la integración es una de las metas político-comerciales que conforman el proyecto estratégico de erigir a Brasil como líder indiscutido de la región. Es, también, parte de una política de Estado, nunca interrumpida (esto, dicho con envidia desde un país donde la política exterior ya lleva una década de indefinición y de compases estertóreos). En ese esquema, la longuilínea Cuba está a las puertas del Golfo de México pero es, además, la continuación geográfica de los cayos de la Florida y como tal, el trampolín natural para ingresar, comercialmente, a los EE.UU.
Fue durante el gobierno de José Sarney, en 1986, cuando Brasil restableció relaciones diplomáticas con Cuba. En ese mismo año se constituyó el Grupo Río, originalmente con ocho países latinoamericanos. Recién a mediados de este diciembre, en la cumbre de Costa de Sauipe (Salvador de Bahía), la isla caribeña se incorporó al Grupo Río y al continente. Un mérito de Brasil, y acaso del mismo presidente Lula, que en el año 2008 realizó dos visitas oficiales a La Habana, en las que persuadió a sus viejos amigos, los hermanos Castro, de ingresar al Grupo. Pero fue el viaje de Lula de fines de octubre, inmediatamente después de que la isla fuera arrasada por tres huracanes (con pérdidas de u$s 10.000 millones) el que selló la alianza comercial que Brasil venía buscando.
La enorme comitiva brasileña desembarcó con ayuda efectiva para los damnificados (Raúl Castro ya había aceptado las de Rusia y España aunque rechazado las donaciones provenientes del gobierno de George Bush). Más importante aún, se firmaron acuerdos para producción de alimentos (con crédito del BNDES por u$s 200 millones), se abrieron las primeras oficinas de Apex -la agencia brasileña de promoción de exportaciones- y la carioca Petrobras y la cubana Cupet reforzaron sus contratos para la exploración offshore de los yacimientos en la plataforma marítima de la isla. Y, como broche de oro, Lula logró la promesa de Raúl Castro de que asistiría a la cumbre de Costa de Sauipe.
Con un «timing» perfecto, los acuerdos comerciales entre brasileños y cubanos se firmaron pocos días antes de la llegada a La Habana del presidente chino Hu Jintao primero, y del de Rusia, Dmitri Medvédev, después. Decir que Brasil les ganó de mano a los otros dos países sería simplificar mucho el análisis. China hace rato que viene estableciendo su presencia comercial en el Caribe, y en especial, en Cuba. Rusia, en cambio, todavía trata de restaurar la relación -al menos comercial- que inició con la isla en la década del 60 y que interrumpió abruptamente en los 90, con lo que provocó, entre los cubanos, el «período especial» de estrecheces y aislamiento económicos.
Pero sin duda, el desembarco adelantado de Brasil en Cuba significó un zarpazo en el espectro de Hugo Chávez. Desde hace una década, el venezolano, a quien los Castro llaman sobrino, viene ocupando el lugar de proveedor y protector que dejó la ex URSS. Con petrodólares bolivarianos, claro. Sólo en 2007, Caracas colocó en la isla u$s 2.500 millones de petróleo subsidiado. Con la caída del precio del barril, se constriñó la generosidad de Chávez y, consecuentemente, la complacencia de los «tíos» a promesas incumplidas de inversión en infraestructura e industrias cubanas.
Más allá de cuando se dé la apertura de EE.UU. hacia Cuba (prometida por Barack Obama en su campaña) y de ésta a la democracia, el estado de derecho, la plena libertad y la economía de mercado, Brasil continúa con su prédica de «integrar a Cuba a la identidad regional». Es hoy uno de los países que con más fuerza pide a EE.UU. que levante el bloqueo sobre la isla.