Por Carlos Alberto Montaner
George W. Bush se retira del poder con un alto nivel de rechazo popular. Los norteamericanos piensan que se trata de un hombre esencialmente bueno, pero fallido como presidente. Tal vez tienen razón en ambos juicios. De las tres responsabilidades básicas que contrae un gobernante en las democracias liberales –proteger la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos– falló estrepitosamente en la tercera.
Durante su mandato se disparó el gasto público irresponsablemente y se produjo la mayor destrucción de capital que recuerda el país desde la crisis de 1929. Es verdad que nada de esto hubiera ocurrido sin la complicidad de un Congreso mayoritariamente demócrata (al menos en los últimos tiempos), pero eso a lo que llaman “el juicio de la historia” se le suele hacer al presidente y no al aparato legislativo.
En su breve discurso de despedida Bush se aferró a su mayor éxito: haber impedido otro ataque terrorista como el de septiembre 11 del 2001. En realidad, no es poca cosa. Parece que las fuerzas de seguridad norteamericanas descubrieron y desmantelaron varios intentos serios de sabotajes y actos terroristas maquinados por Al Qaeda y sus truculentos cómplices, pero incluso esos triunfos policíacos tuvieron un alto costo en materia de derechos civiles. El gobierno, incluso, se vio obligado a defender su pretendido derecho a tratar de arrancar confesiones a los detenidos mediante la tortura por agua.
Tradicionalmente, el tormento del agua, perfeccionado y regulado por la Inquisición española, consistía en acostar e inmovilizar al reo sobre una plataforma de madera, introducirle un trapo en la boca y echarle agua incesantemente hasta provocarle una continua y desesperante sensación de asfixia. Generalmente, los acusados confesaban cualquier cosa con tal de que cesara la tortura. En Guantánamo y en otros centros de detención probablemente utilizaban un procedimiento más sencillo, pero igualmente siniestro: un constante chorro de agua sobre los orificios de la nariz, o introducir la cabeza del preso en un balde lleno de agua. Afortunadamente, el gobierno de Obama ha asegurado que le pondrá fin a esa manera atroz de interrogar a los detenidos.
¿Cuál es el legado de la administración de Bush? A mi juicio, algo que jamás le pasó por la cabeza cuando asumió la presidencia: deja al país psicológicamente preparado para asumir el modelo de Estado europeo continental, con cotas crecientes de intervención estatal, lo que inevitablemente se reflejará en una mayor presión fiscal y en una pérdida de dinamismo. Cada vez son más los norteamericanos que desean gozar de un sistema público universal de salud, aunque sea mediocre, o que prefieren confiar exclusivamente en unos fondos de jubilación administrados por el Estado, antes que someterse a los riesgos del mercado.
De alguna forma, con Bush, por lo menos por ahora, llega a su fin la era de Ronald Reagan y el discurso del gobierno reducido y la supremacía de la sociedad civil. Súbitamente, republicanos y demócratas, conservadores y liberales (en el sentido norteamericano de esta palabra), están de acuerdo en tratar de paliar la crisis económica mediante la inyección de un torrente de dinero y el aumento desmesurado del gasto público. De la “economía de la oferta”, postulada por los teóricos del reaganismo, y sostenida, incluso, durante los dos periodos de Clinton, se ha vuelto a la “economía de la demanda”, y a la keynesiana idea, profundamente perniciosa, de que el presupuesto del Estado es el instrumento adecuado para impedir los ciclos recesivos y estimular el empleo.
Ya casi no se oyen voces en defensa del ahorro, de los presupuestos equilibrados y de la neutralidad del Estado ante la competencia económica. Casi todos aplauden que se tome dinero de los contribuyentes para salvar empresas que los consumidores rechazan –como sucede con la gran industria automotriz norteamericana–, reasignando arbitrariamente los recursos disponibles y perjudicando con ello a otros sectores productivos, y nadie se escandaliza cuando la máquina de imprimir billetes trabaja horas extra, porque suponen que algo les tocará en el reparto. Bush nunca pudo imaginarse que su legado fuera transformar el sueño americano. A partir de Obama comienza el sueño europeo en este lado del Atlántico.
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