Me declaro amante de los diccionarios y de las enciclopedias desde muy niño. Es más, me veo feliz hojeando un viejo diccionario de tapas duras de color azul que mi madre utilizaba para sus tareas como maestra en una escuela. Definitivamente, ese libraco ejercía sobre mí un influjo notable, profundo, rayano en la fascinación. De las enciclopedias ni se diga, me moría por tener una de ellas, y nunca pude por sus altísimos precios. Un día llegó a la puerta de nuestra casa un vendedor ambulante de enciclopedias y recuerdo haberme enamorado de una titulada, El tesoro de la juventud, enciclopedia del conocimiento; aunque insistí con mamá y con papá para que la compraran, el presupuesto familiar no daba para esos "lujos". Más tarde, cuando ya era un profesional con empresa propia, llegó un vendedor ambulante a ofrecerme la famosa Enciclopedia Británica, con empaste en piel y letras repujadas en oro, y otra vez el precio (casi una fortuna) me impidió ver mi viejo sueño realizado. Nunca más me ofrecieron la anhelada enciclopedia (creo que no entró más al país); a lo mejor tenga como Borges que recurrir a algún dinero extra para comprar una usada.
De más está aclarar que mis gustos librescos poco han variado. Escribo rodeado de toda clase de diccionarios y a falta de una enciclopedia sólida, en físico, que pueda hojear desde un anaquel, me ayudo con la Encarta, que más o menos mitiga mi afán por conocer, aunque resienta de su virtualidad, de su no-presencia, de su inaudita y perversa intangibilidad. Hurgando en las librerías de Mérida hallé el Diccionario del amante de América Latina, de Mario Vargas Llosa (Paidós, 2006) y su lectura me produjo la extraña sensación de estar ante el sumun del pensamiento vargallosiano; algo así como la cima de su comprensión del mundo reunida en un solo libro.
Convergen en este diccionario más de 140 textos, entre artículos breves y ensayos largos, escritos en tiempos y espacios diferentes, en los que el autor peruano discurre con elegancia y erudición en torno a disímiles materias. Por supuesto, el mayor peso temático se lo lleva la literatura y sus hacedores, dejando sentada una vez más su elogiada lucidez, su profundo conocimiento del ser humano (y sus más oscuros meandros), su vastedad intelectual, y su espíritu crítico llevado al extremo de reconocer sus propias flaquezas. Como es un diccionario, se puede leer sin un orden lineal, lo que hace de él una suerte de libro de cabecera, en el que podemos hallar datos precisos de autores, de obras, de ciudades de América Latina y de Europa, y encontrar respuestas a multiplicidad de inquietudes intelectuales.
Como la obra no fue escrita ex profeso (nace de la conjunción deliberada de textos que terminaron luego de muchos años en un mismo libro), ni con la consabida presión que un editor ejerce sobre un connotado autor, para tener una obra en sus manos en un tiempo establecido (generalmente record), disfrutamos de la densidad de cada texto, de la profunda reflexión nacida al abrigo de la pasión por la escritura, del análisis rico en detalles de los procesos de conformación de nuestra cultura, y de la madurez creadora del autor. En este diccionario la lectura se transforma en gozo, en una experiencia orgiástica, en una suerte de magma rico en matices y en claroscuros que nos lleva de lo sublime a lo pedestre, de lo sutil a lo grotesco, sin que ello se erija en impedimento para tener una visión totalizadora de una obra fundamental para la comprensión de nuestro siglo XX y de lo que va del presente siglo XXI.
A pesar de la brevedad de muchos de los artículos y ensayos incluidos, la totalidad de la obra alcanza la tesitura de lo imperecedero, y el halo de las grandes obras. No obstante, y es lógico suponer, algunos de los escritos sobresalen del conjunto por su perfección estilística, por la hondura de la reflexión, por la densidad del análisis. En lo particular, los textos dedicados a Jorge Luis Borges, a Juan Carlos Onetti, a Fernando Belaunde Terry, a Carmen Balcells, a Carlos Barral, a Fernando Botero, a Gabriel García Márquez, a Guillermo Cabrera Infante, a José (Pepe) Donoso, a Ernesto Che Guevara, y a Octavio Paz, fueron los que más disfruté, y son sin lugar a dudas los de mayor factura literaria y en los que Vargas Llosa volcó, no sólo lo mejor de su pluma, que ya es mucho decir, sino también mayor sentimiento y pulsión interna.
Tal es así, que durante o después de la lectura de algunos de estos textos (incluyendo al del García Márquez), nos queda el grato sabor de la amistad compartida, del intercambio de profundos afectos, del sentido de pérdida por la muerte de algunas de estas figuras; del respeto por estos amigos y por sus obras. Huelga reiterar que en estas páginas se nos muestra el sumun de Vargas Llosa: pleno en sus facultades creadoras e intelectuales, así como al hombre sensible, profundo e inquieto en lo político, que con pulso y disciplina monástica ha llegado a ocupar un lugar preeminente en el pensamiento del mundo occidental de los últimos decenios.