Dado que estamos inmersos en el período de la historia signado por “salvatajes” en Estados Unidos, en Europa y en Japón, es bueno tomar distancia y reflexionar sobre el sentido de tanto socorro y sobre sus inevitables consecuencias. El origen de la crisis que padecemos se debe a la irresponsabilidad del aparato estatal con sus gigantescos gastos, endeudamientos desenfrenados, déficit astronómicos, empecinadas manipulaciones en la tasa de interés que hacen aparecer como rentables negocios que en verdad son antieconómicos, regulaciones asfixiantes en los mercados inmobiliarios y financieros, junto con un sistema absurdo de reserva fraccional dirigido por la banca central que pone a todos los bancos al borde del colapso cada vez que hay un cambio en la demanda de dinero. | ||
En lugar de producir las reformas que conduzcan al saneamiento, ahora se amenaza con la “nacionalización” -más de lo mismo en cuanto a la irrupción del aparato estatal- de algunos bancos (un subterfugio para no decir “estatización” que es la expresión adecuada), lo cual no solo politiza al sector en cuestión con todas sus graves implicaciones sino que forzosamente el peso financiero correspondiente recae sobre los contribuyentes.
A las causas señaladas del origen de la crisis debe agregarse el uso irresponsable de instrumentos financieros por parte ciertos personajes del sector privado, el fraude piramidal y de muchos que simplemente equivocaron el camino por error empresarial o por el embate gubernamental. Todo esto último no constituye el problema de fondo puesto que el mercado se encarga de producir los ajustes si no está maniatado por disposiciones que quitan flexibilidad, reflejos y cintura suficiente y la ley justa se encarga de castigar. Queda pendiente el mencionado embate gubernamental que recae sobre inocentes, lo cual no ocurre si se opera en una sociedad abierta y respetuosa de los derechos de todos.
Ahora bien, una vez desatado el problema descomunal, los gobiernos se deciden por los antedichos “salvatajes”, es decir, se recurre por la fuerza a los bienes de otros para transferirlos a los que se pretende salvar o, de lo contrario, se imprime dinero en cuyo caso todos se ven compelidos a financiar a los que el gobierno pretende ayudar. En cualquier caso, es el ciudadano común resulta esquilmado y es quien paga los platos rotos de tanto desatino estatal.
En economía no hay magias no alquimias posibles. Los recursos que le entregan a los salvados necesariamente se los quitan a terceros quienes resultan hundidos en el naufragio. Se produce aquí un malsano espejismo: parecería que como los recursos entregados se concentran en las empresas que más tienen poder de lobby, los desmanes se diluyen. Esto no es así, las áreas y personas que se ven obligadas a entregar el fruto de sus trabajos ya sea vía impuestos o vía inflación padecen graves problemas. Se logra disimular el mal “barriendo la tierra bajo la alfombra” porque las empresas salvadas están más en el foco de la atención del público y de los medios pero el daño no es por ello menor a otros sectores que deben hacerse cargo del zafarrancho.
Nos hemos referido a los inocentes que se ven afectados por los embates gubernamentales pero ello no justifica que se multipliquen los daños a nuevos inocentes compelidos a financiar a los inocentes anteriores. Y no es cuestión de sostener que las cosas se arreglan solas como suelen decir con ironía los partidarios de las intromisiones gubernamentales. Las arreglan millones de personas concretas que a través de infinitos contratos asignan los siempre escasos factores productivos en los campos que juzgan más convenientes y compatibles con sus intereses y sin las tremendas distorsiones que provocan los susodichos salvatajes. No es que por arte de magia la crisis desaparecerá, se trata de corregirla, mitigarla y absorberla del modo más ecuánime posible a criterio de cada una de las personas. Disimular la crisis con medidas contraproducentes solo la empeora y la prolonga innecesariamente.
Hay muchos que están ubicados fuera de las zonas de mayor riesgo y están perfectamente anoticiados de estas consecuencias pero, sin embargo, apoyan los salvatajes al efecto de recuperar jugosos retornos de sus propias inversiones sin importarles las destrucciones masivas de náufragos que tal política de transferencias coactivas genera en otras personas en diversos lares. Este es el caso típico de latinoamericanos que administran carteras rellenas de suculentos patrimonios y que, con entusiasmo digno de mejor causa, avalan las referidas políticas implementadas en países del hemisferio Norte.
En una sociedad libre quienes aciertan en los gustos de otros obtienen ganancias y los que yerran el camino incurren en quebrantos. Los cuadros de resultado van indicando el uso eficiente de los factores productivos. Si han surgido problemas debido a la intervención estatal no se corregirá acentuando el mal sino revirtiendo la política hacia la limitación del poder a las funciones específicas de seguridad y justicia en el contexto de marcos institucionales civilizados. Nada se gana si los países llamados del primer mundo imitan los desaguisados y las tropelías del tercer mundo que están en esa situación, precisamente, debido a la alarmante y reiterada sobredimensión de sus estructuras gubernamentales.