Por Mario Diament
La Nación
MIAMI.- No se trata del fin del capitalismo ni de que hubiera estallado la lucha de clases, pero los tiempos en que Gordon Gekko, el personaje que Michael Douglas interpretaba en la película Wall Street , proclamaba impávido que "la codicia es buena", quedaron bien atrás.
Lo que predomina en estos días en buena parte de la sociedad norteamericana es un estado de indignación sin precedente por la rapacidad de los ejecutivos de las empresas que debieron ser socorridas con el dinero de los contribuyentes.
En momentos en que 5,47 millones de norteamericanos están sin trabajo y más de tres millones de propiedades fueron ejecutadas, el espectáculo de estos ejecutivos, a quienes muchos consideran responsables de la debacle, es más de lo que aún el férreo credo capitalista puede digerir.
La marea comenzó a subir en octubre, cuando a menos de una semana de que el gobierno anunciara un paquete de rescate para la aseguradora AIG, trascendió que la empresa había pagado 440.000 dólares para agasajar a ejecutivos y clientes durante un fin de semana en el lujoso St. Regis Resort, en California.
Escaló aún más en noviembre, cuando los CEO de las tres grandes automotrices volaron a Washington en sus jets privados a pedir ayuda para evitar la quiebra. Y alcanzó el paroxismo esta semana, cuando se conoció la noticia de que, nuevamente AIG, había pagado bonificaciones millonarias a sus vendedores estelares, incluyendo a algunos que habían decidido abandonar la empresa.
Que Barack Obama saliera a denunciar la insensibilidad de los directivos y exigiese la devolución de las bonificaciones fue tan desusado como que la Cámara de Representantes votara a favor de un gravamen del 90% a este tipo de erogaciones en empresas auxiliadas. De hecho, la administración Obama no es completamente inocente de que estas bonificaciones se pagaran porque el propio secretario del Tesoro, Tim Geithner, fue quien, preocupado por una posible fuga de cerebros, removió una cláusula que hubiera bloqueado estos emolumentos.
Sucede que por debajo de la aparente calma con que los norteamericanos transitan por la mayor crisis económica desde la Gran Depresión, los valores y las percepciones se están modificando y, por primera vez en casi un siglo, comienza a emerger la noción de que la responsabilidad colectiva debería primar por sobre el éxito económico a toda costa.
Los republicanos, sangrando por la herida, se apresuran a etiquetar de "socialista" a la nueva administración, alertando sobre la ingente estatización, como si lo que existió antes no fuera otra cosa que un enorme vacío de memoria. Si alguien fue "socialista", según la definición conservadora, éste ha sido George W. Bush, que llevó el gasto público a niveles dignos del Guinness .
Pero la idea de que el rampante capitalismo norteamericano se vuelva súbitamente "socialista" bajo los efectos de la recesión resulta tan fascinante que los periodistas no pudieron resistirlo. Tanto que mereció la tapa de por lo menos tres importantes publicaciones. Nacional Review tituló "Nuestro futuro socialista"; The Nation , "Reinventando el capitalismo, reimaginando el socialismo"; y Newsweek , "Ahora somos todos socialistas".
Se trata de un inesperado desagravio del término "socialista", ampliamente desvirtuado en Estados Unidos desde los tiempos en que el senador McCarthy encabezaba la caza de brujas. Si es necesario llamarse socialista para recomponer la economía, muchos parecen pensar: "llamémonos socialistas".
Pensar seriamente que aún alguien como Obama podría considerar la posibilidad de "socializar" a Estados Unidos resulta delirante. Pero, al mismo tiempo, sería imprudente minimizar el significado de la intensa indignación de la gente.
Los norteamericanos están descubriendo que algo fundamental descalabró en el sistema y que no alcanza con repararlo.