Por Alberto Illán Oviedo
Puede que la actual crisis económica haya hecho recordar a los amantes del cine clásico algunas escenas de películas de Frank Capra o de John Ford que retrataban las consecuencias de una Gran Depresión, películas que mostraban el panorama americano de los años 30 lleno de miríadas de pobres que buscaban entre la basura, se arremolinaban ante las instituciones de caridad o recorrían Estados Unidos a la búsqueda de un trabajo que les permitiera comer todos los días. Sin ánimo de comparativas innecesarias entre esos tiempos y los actuales, deberíamos analizar y defender, por su actualidad, el mecanismo de la caridad frente al de su gran enemigo, el Estado de Bienestar.
Nunca se ha conocido un número tan grande de organizaciones que prestan auxilio a pobres, desamparados, menesterosos, adictos, parados y otros grupos necesitados y pese a ello, la idea de caridad como un acto voluntario de ayuda a los que lo necesitan se ha perdido en favor de la acción del Estado, que despoja a los ciudadanos de parte de sus recursos y los dirige hacia grupos afines, protegidos, minorías privilegiadas o políticamente correctas, en detrimento de otros que pueden necesitar tanto o más estos recursos, todo ello con el suficiente despliegue mediático y de propaganda que permite magnificar logros o simplemente inventárselos.
Pero la caridad voluntaria tiene una serie de ventajas evidentes de eficiencia que no tiene ni puede tener la labor del Estado. Desde una perspectiva simplemente moral y ética, el carácter voluntario de la caridad privada frente a la coacción del Estado, despojador de recursos, ya sería suficiente para decantarse por la primera. Cada uno optará por ayudar a la organización que considere más adecuada o simplemente no hacerlo si piensa que la caridad no es el camino adecuado. Puede que a aquellos que les interese sólo los teóricos objetivos no aprecien esta diferencia entre lo público y lo privado, pero incluso en este caso, deberían reflexionar sobre ello.
Las organizaciones privadas de caridad tienen más capacidad para entrar en contacto con los problemas que la burocracia estatal. Sus voluntarios suelen tener una implicación personal o incluso emocional con los afectados que dista mucho de la que pueda tener cualquier funcionario. La gestión directa de los recursos les permite una mayor eficiencia, pues no necesitan mantener una burocracia innecesaria como la de las Administraciones Públicas, y en caso de fraude, éste puede detectarse mucho antes pues no habrá una organización política que lo tape o lo manipule durante demasiado tiempo, así que los donantes podrán decantarse por otras organizaciones que realicen una labor más acorde con sus pretensiones.
Es difícil hacer frente a los muchos problemas que pueden afectar a una sociedad enferma, así que la competencia entre organizaciones de caridad permite que ante un problema concreto se puedan probar diferentes soluciones o que distintas organizaciones se centren en distintos problemas, desde mendigos a parados, pasando por adictos que quieran desengancharse o marginados que quieran salir de la delincuencia. La propia inercia del sistema estatal y su continua politización impide precisamente la proliferación de ideas, limita el número de afectados a los que puede ayudar y minimiza esta asistencia en algunos casos hasta el punto del ridículo, como aquel ciego de Barcelona con un trastorno bipolar que recibió, en virtud de la Ley de Dependencia, un céntimo en concepto de ayuda económica.
Pero el mayor daño que puede hacer el Estado a la caridad privada es precisamente la competencia desleal y la politización de la ayuda que lleva a las organizaciones privadas a terminar pidiendo recursos públicos en vez de buscarlos entre sus simpatizantes y voluntarios, que desincentiva la creación de nuevas organizaciones si no es en un entorno político, y que da la idea equivocada y letal de que el Estado es el único que puede hacer frente de manera eficiente a los problemas sociales, promoviendo incluso entre los propios ciudadanos una desidia y una despreocupación sobre sus responsabilidades que lo único que genera es una mayor desintegración social.