Hay personas especialmente blindadas contra los abusos del totalitarismo que aguantan embate tras embate, mientras otros no resisten la angustia, los dolores morales y la asfixia que produce la prepotencia, el descuartizamiento de los espacios de privacidad, la genuflexión y el lenguaje soez de los megalómanos que todo lo aplastan a su paso. |
Este ha sido el caso de Stefan Zweig: no pudo resistir el avance del nazismo y sus secuaces, no pudo absorber la quema de su biblioteca a lo cual se agregó la soledad de su exilio en Petrópolis. Soledad que no solo se debió a la ausencia desgarradora de sus libros sino que la separación de su primera mujer -también una intelectual- que no supo comprender la gravedad de la situación que se vivía en Austria y no lo acompañó en su obligado itinerario, primero a Inglaterra y luego a Brasil, después de una breve estadía en Buenos Aires. Lo acompañó su segunda mujer, su ex secretaria, eficaz en las tareas de su profesión pero con la que no tenía prácticamente tema de conversación.
En esas tierras portuguesas estaba bien instalado aunque molesto porque Getulio Vargas le había pedido un biografía de su persona (y ya es sabido lo que esto quiere decir cuando proviene de los sedientos por el poder), frente a lo cual Zweig confesó a sus allegados que no se prestaría a consumir tiempo en “un dictador mediocre”.
Zweig, que excepto en las jurisdicciones arrebatadas por Hitler donde estaban prohibidas sus obras, seguía vendiendo sus notables novelas, sus magníficas biografías y sus agudas observaciones, sentía, empero, que el mundo se encogía a pasos agigantados hasta comprimirlo a medida que el nacional-socialismo clavaba sus garras en carne inocente. Bien ha escrito Jonathan Swift que “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificárselo por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.
Ese fue el caso de Zweig quien terminó suicidándose en un trágico verano de 1942. En su carta de despedida escribió que “el mundo de mi lenguaje ha desaparecido y mi hogar espiritual, Europa, se ha destruido [...] Saludo a mis amigos. Que se les conceda la posibilidad de ver un amanecer después de esta larga noche. Yo, muy impaciente, me voy antes”.
El padre Domingo Basso en su Nacer y morir con dignidad en el contexto de sus disquisiciones y cavilaciones escribe que “se cuentan casos en la historia de la Iglesia, de mujeres, veneradas después como santas, que prefirieron el suicidio a ser objeto de violación”. A juzgar por la documentación disponible, Zweig sentía la violación espiritual de una mayor violencia, atropello insoportable, cobardía lacerante y monstruosa profanación que la violación carnal.
Una vez el que escribe esta líneas publicó un artículo titulado “La civilización es frágil” (ahora compilado en un libro mío titulado Tras el Ucase), donde destacaba la espesa, trabajosa y sumamente lenta trama que se va tejiendo a través de los tiempos en un dificultoso proceso de prueba y error para lograr el respeto recíproco en las diversas manifestaciones humanas, lo cual se traduce en la sociedad civilizada y lo fácil que resulta destruir sus cimientos y socavar sus fundamentos y así acercarnos nuevamente a las bestias, apilados en un pozo oscuro, hediondo, muy profundo y resbaladizo del cual se hace casi imposible salir a la superficie.
En su autobiografía Stefan Zweig relata con admirable prosa y vivacidad lo que significaba vivir en su tiempo en la cosmopolita Viena y en la intelectualizada Salzburgo. La seguridad y previsibilidad que ofrecían las instituciones liberales de entonces gobernadas por un emperador -Francisco José- que, siguiendo el consejo de Jefferson “gobernaba lo menos posible” y con lecturas que prácticamente se limitaban al repaso de algún reglamento militar. Nadie se imaginaba la posibilidad de una súbita depreciación en el valor del dinero (la corona austríaca circulaba en piezas de oro) y mucho menos la confiscación de sus ahorros vía fiscal. El contenido de los programas educativos en los colegios y universidades revelaban gran pasión por la cultura y el refinamiento. El arte, la música y tareas sofisticadas equivalentes concentraban buena parte de la atención del público. Los modales, la caballerosidad, el compromiso con la palabra empeñada constituían valores asentados y celebrados.
Escribe Zweig que “Era dulce vivir aquí, en esta atmósfera de conciliación espiritual donde subconscientemente cada ciudadano era supranacional, cosmopolita, un ciudadano del mundo [...] Era maravilloso vivir aquí, en la ciudad cuya hospitalidad le abría los brazos al extranjero y se entregaba alegremente [...] los periódicos de la mañana no se destacaban por las noticias de lo que ocurría en el Parlamento sino por el repertorio del teatro [...] El Ministro-Presidente o el magnate más rico podía caminar por las calles de Viena sin que nadie se diera vuelta, pero un actor o un cantante de ópera era inmediatamente reconocido.”
Pero como lamentablemente suele ocurrir, dado el progreso moral y material de Austria, muchos fueron los que se dejaron estar y dieron todo eso por sentado y, como bien se ha dicho, “la permanencia de la libertad requiere eterna vigilancia”. Primero, poco a poco, fueron penetrando las ideas repugnantes del antisemitismo y luego los nacionalismos xenófobos, hasta que finalmente vino la avalancha del espíritu criminal nazi que todo lo pudrió y degradó hasta límites inconcebibles con el juego cómplice de los irresponsables de siempre.
Es de desear que el noble ideario de libertad propugnado por el gran Stefan Zweig finalmente predomine en estas horas difíciles para el mundo civilizado y se retome aquella atmósfera liberal de respeto recíproco, antes que resulte tarde y debamos lamentarnos por haber caído demasiado bajo para levantarnos.