Por Antonio Elorza
El País, Madrid
Zhao Ziyang no sabía con quién se estaba jugando los cuartos. Si atendemos al relato contenido en sus memorias póstumas sobre la crisis de Tiananmen, ahora publicadas bajo el título de Prisionero del Estado, el entonces secretario general del Partido Comunista Chino creía posible que éste se limitara a encauzar el movimiento de masas encabezado por los estudiantes para ir deshaciendo los nudos que seguían atenazando a la sociedad china.
Había sido inicialmente un reformador económico y un conservador político, tal y como precisa en su introducción el profesor Mac Farquhar, pero a lo largo de los años ochenta fue descubriendo que la racionalización económica y la lucha contra la corrupción sólo podían ser llevadas a cabo mediante un cambio político que estableciera el dominio de la ley por encima de un núcleo de privilegiados, y, al mismo tiempo, una apertura a la sociedad. Contaba para ello, erróneamente, con el todopoderoso en la sombra Deng Xiaoping, quien reiteradamente le "expresaba su determinación y su fe en mí", sólo que, como luego se vería, acotadas a los cambios económicos y sin que aceptase la menor perspectiva de democratización política.
Lo había podido ya comprobar el predecesor de Zhao, Hu Yaobang, defenestrado en 1987, cuya muerte puso en marcha la agitación estudiantil. Y para cerrar toda grieta en la estructura de poder, Deng estaba dispuesto a emplear cualquier medio, empezando por prescindir de los procedimientos regulares en la adopción de decisiones del PCCh.
Mientras los estudiantes eran masacrados en la plaza de Tiananmen, Zhao pagó su ingenuidad con la inmediata pérdida de su supuesto cargo de dirección suprema del partido y con un arresto domiciliario que había de durar hasta su muerte en 2005. Sus notas autobiográficas, salvadas en condiciones rocambolescas, permiten reconstruir el curso de los acontecimientos políticos, específicamente chinos, y también una reflexión más amplia sobre las formas de poder en los regímenes y en los partidos comunistas.
En efecto, los mecanismos usados por los dirigentes conservadores, apoyándose en Deng, personaje decisivo situado fuera de los órganos de dirección, recuerdan punto por punto a los que sirvieron para resolver crisis internas en otros partidos comunistas, incluidos aquellos como el español y el francés que en los años setenta hacían profesiones de fe democráticas. El dirigente máximo se coloca por encima de los procedimientos regulares y adopta las principales decisiones mediante una labor auténticamente fraccional, apoyado en sus fieles, que predetermina aquello que luego los supuestos centros de decisión del organigrama van a ratificar. Zhao nunca sabrá cuándo y cómo tiene lugar su exclusión de la secretaría general. En el comunismo chino, como en el eurocomunismo, el centralismo leninista deviene autocracia, hacia el interior del partido y, si ello resulta posible, hacia el conjunto de la sociedad.
En sentido contrario, la democratización implica reconocimiento de la autonomía de la sociedad y ello sólo es posible, advierte Zhao, con la libertad de expresión. Estamos ante una máxima de validez universal, y que concierne tanto a los procesos de desmantelamiento de las dictaduras como a los que registran la marcha escalonada hacia el totalitarismo. Válida, pues, tanto para el viaje de vuelta como para el de ida, el cual, con frecuencia, desde el establecimiento del fascismo en la Italia de los años 20, no tiene lugar de forma súbita, sino siguiendo sucesivas etapas de consolidación institucional y de restricción de las libertades.
Conviene recordarlo cuando en su irresistible ascenso a la autocracia, líderes políticos como el venezolano Chávez, con la compañía de Correa y Morales, claman contra la libertad abusiva de esos medios que se les oponen, anuncio de una futura actuación represiva. La cuestión no es si los tres gobernantes van a nacionalizar sus economías atendiendo a los intereses de sus poblaciones, objetivo lícito, sino de lo que representa tal declaración como amenaza para una libertad que en el modelo "bolivariano" va retrocediendo según la táctica del salami. Y como en el ejemplo chino, tras la reacción ordenada por Deng, tal propósito encuentra respaldo en la descalificación de la libertad de expresión, difundida por los turiferarios del régimen.
En el caso venezolano se trata de auténticos bufones que claman contra la mediocracia y adjudican a los medios de comunicación críticos la defensa de sórdidos intereses empresariales frente al interés del pueblo, norte exclusivo de la política de Chávez.
Los tiempos cambian. La esencia de las cosas permanece. Hace casi medio siglo, se registraba en Cuba el punto de inflexión definitivo hacia un orden totalitario con la eliminación del Diario de la Marina, periódico ultraconservador que mantenía un pulso abierto con el Gobierno castrista. A orden suya, el 11 de mayo de 1960, sus "obreros" asumen acabar con la "franca actitud conspirativa y contrarrevolucionaria" de la dirección. El diario democrático Prensa Libre protestó desde su desacuerdo con las ideas del Diario de la Marina. "Si se empieza persiguiendo a un periódico por mantener una idea", recordará fidelmente su redactor Luis E. Aguilar, "se acabará persiguiendo a todas las ideas". Prensa Libre fue también suprimido. Llegaba ese mundo feliz a que aspiran los autócratas, Berlusconi incluido: "La hora de la unanimidad".
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.