No hay escritor hispanoparlante ni lector serio de ese mundo que no tenga conciencia del inmenso agradecimiento que se le debe a la editorial y a la revista Sur, que es lo mismo que decir Victoria Ocampo puesto que ella las sufragaba para beneficio de las letras y la cultura universales. Nació a fines del siglo diecinueve, épocas que en Buenos Aires se pretendía cargar a las criaturas de cierto abolengo con los nombres de buena parte de su árbol genealógico y del santoral: se llamaba Ramona Victoria Epifanía Rufina.
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En la tercera serie de sus Testimonios, en el capítulo titulado “Moral y literatura”, basado en una disertación suya en un acto organizado en la antes referida revista, expresó que “No veo en realidad por qué cuando leo poesía, como cuando leo teología, un tratado de moral, un drama, una novela, lo que sea, tendría que dejar a la entrada -como el paraguas en un museo- una parte importante de mí misma, a fin de mejor entregarme a las delicias de la lectura”. Y en este contexto lo cita a T.S. Eliot quien se pregunta y responde de este modo: “¿Es que la cultura requiere que hagamos un esfuerzo deliberado para borrar todas nuestras convicciones y creencias apasionadas sobre la vida cuando nos sentamos a leer? Si así fuera, tanto peor para la cultura.” Y concluye la autora al sentenciar que “En literatura, como en materia de amor, ciertas disociaciones son fatalmente empobrecedoras. Solo son posibles bajo el signo del guión de sustracciones [...] Sostener que sólo hay libros bien o mal escritos se me antoja una manera de negar la influencia evidente de la literatura; una manera de falsear el problema o de encontrarle un simulacro de solución”
Giovanni Papini (mi cuentista favorito) también se pronuncia en el mismo sentido en “La moral y la literatura” que aparece en el tomo cuarto de sus Obras Completas: “El artista obra impulsado por la necesidad de expresar sus pensamientos, de representar sus visiones, de dar forma a sus fantasmas, de fijar algunas notas de música que atraviesan su alma, de desahogar sus desazones y sus angustias y -cuando se trata de grandes artistas- por el anhelo de ayudar a los demás hombres, de conducirlos hacia el bien y hacia la verdad, de transformar sus sentimientos, mejorándolos, de purificar sus pasiones más bajas y de exaltar aquellas que nos alejan de la bestia.” Dice que hay escritores “que se jactan de ser morales en su vida e inmorales en sus escritos. Puede afirmarse resueltamente que no existen” ya que “el arte grande se dirige siempre a lo que hay dentro de nosotros de mejor.”
Victoria Ocampo siempre estuvo del lado de quienes aclaman la libertad como un valor supremo. Sufrió persecución y cárcel durante la dictadura peronista por sus manifestaciones claramente liberales (“En la cárcel -escribe- uno tenía al fin la sensación de que tocaba fondo”). Los nacionalistas de la época intentaron por todos los medios de sabotear sus tareas, incluso, en 1933, la Curia metropolitana la declaró persona non grata porque “Tagore y Krishnamurti, dos enemigos de la Iglesia, son amigos suyos”.
Todas las personas nobles de gran coraje y convicciones son seres solitarios que navegan a contracorriente. Todas apuntan a mejorarse y a mejorar a los demás en tareas quijotescas frente a enfurecidos molinos de viento que devuelven el mensaje con lenguaje soez o con el disfraz de la indiferencia del fariseo resentido y acomplejado (un perfil que reconozco a la distancia). En una carta a María de Maeztu, Victoria confiesa que “Tengo la impresión dolorosa de haber pasado un año trabajando en el desierto, para el desierto. No sé que les parece la revista a las gentes de quienes más me importa. Estoy deprimida. No se imagina usted lo mucho que he trabajado contra viento y marea.”
Aunque resulte algo extenso es imperiosa la mención resumida, además de las ya nombradas, de las personalidades con quienes la autora trabajó en distintas etapas de su vida puesto que ilustran sus preocupaciones y la categoría de su espacio intelectual: José Ortega y Gasset, Paul Valéry, Octavio Paz, Ismael Quiles, Albert Camus, Waldo Frank, Ezequiel Martinez Estrada, Germán Arciniegas, Victor Massuh, Roberto Giusti, T.E.Lawrence, Roger Caillois, Gabriela Mistral, Eduardo Mallea, Aldous Huxley, Alfonso Reyes, Carl Jung, Graham Greene, Jorge Luis y Norah Borges, Alicia Jurado, Adolfo Bioy Casares, Igor Stravinsky, Virgina Woolf, Paul Groussac, Ricardo Güiraldes, André Gide, Thomas Mann, Horacio Quiroga, Tadao Makemoto, Ernesto Sabato, Enrique Pezzoni, Enrique Anderson Imbert, Hermann A. Keyserling, José Bianco, Maria Esther Vázquez, André Malraux, y Julián Marias. Eran célebres sus cenáculos en “Villa Ocampo” en San Isidro y en “Villa Victoria” en Mar del Plata (incendiada por peronistas militantes en 1973).
Ocupó sitiales en diversas Academias, recibió numerosos doctorados honoris causa, le entregaron el Premio María Moors Cabot en New York oportunidad en la que declaró en su conferencia de aceptación que “La política no aspira casi nunca a enterarse de las cosas. El espectáculo de desbarajuste perfecto que ofrece nuestro país -y el mundo en general en ciertos aspectos- lo prueba con una abrumadora elocuencia”. En esta misma línea argumental, agrego como una pequeña digresión que no es para nada saludable el tomarse la política demasiado en serio, al efecto de evitar los climas de “su excelentísimo” y otra sandeces genuflexas resultan muy oportunas las caricaturizaciones y las sátiras de políticos en funciones (cualquiera sean los que circunstancialmente se instalen en los corredores del monopolio de la fuerza), para así poner las cosas en su debido lugar y proporción.
Victoria Ocampo recibió el Premio Alberdi-Sarmiento del Instituto Popular de Conferencias en “La Prensa”, el periódico extraordinariamente valiente y liberal a rajatabla, entonces comandado por el ilustre Alberto Gainza Paz, tan apreciado y ponderado por la escritora quien se manifestó indignada en reiteradas ocasiones con motivo de la confiscación del aludido matutino (que venía circulando desde 1869) por parte de las hordas peronistas, en 1951, diario que fue devuelto a sus legítimos propietarios un lustro después, una vez derrotado Perón.
En momentos de escribir estas líneas en la Argentina y en buena parte del mundo hay una crisis mayúscula de valores, parecería que en gran medida se ha perdido el sentido de dignidad y la autoestima y se ha abdicado en favor de los mandones de turno, pero en homenaje a personalidades como Victoria Ocampo en su lucha por la libertad y la cultura no debemos cejar en la trifulca de marras, porque como ha escrito Benedetto Croce “la libertad es la forjadora eterna de la historia” ya que “es el ideal moral de la humanidad” y por eso “el dar por muerta la libertad vale tanto como dar por muerta la vida”.
Doña Victoria abogó por los derechos de la mujer en igualdad con los de los hombres en línea con la gran Mary Wollstonecraft, la pionera en el genuino feminismo y no como algunas versiones degradadas modernas que propician “cupos” forzosos y otros disparates de tenor similar que constituyen flagrantes ofensas a la mujer. Se rebelaba contra las imposiciones de machos incompetentes que no resisten las opiniones sesudas de mujeres porque se sienten disminuidos y, por ello, prefieren relegarlas a tareas puramente domésticas.
Tanta había sido su generosidad y entrega al cosmopolitismo de la cultura que cuando murió de cáncer a la garganta en 1979 apenas le alcanzaba para pagar los impuestos de su residencia. En los últimos tiempos -a excepción del padre Eugenio Guasta- no recibía a nadie en persona. La comunicación con las visitas se llevaba a cabo a través de mensajes escritos desde la sala de recepción en la plata baja a su dormitorio. En sus últimos meses de vida, y a pesar de sus sufrimientos, tradujo una obra de Paul Claudel, una tarea, la de traducir, a la que había dedicado un número especial de Sur (conservo su ejemplar con sus correcciones manuscritas de las erratas). En su momento, había escrito que “toda buena traducción es una manera de creación, jamás un trabajo mecánico ejecutado a golpes de diccionario [...] Tanto una bella prosa como un bello poema no tienen más traducción que la de las equivalencias; equivalencias que a veces se alejan del texto para serle fiel”, del mismo modo que ella fue siempre fiel a si misma.