Fuera de las utopías clásicas que tanto daño han hecho tipo Campanella, Thomas More o Harrington estaba familiarizado con las antiutopías de Jerome K. Jerome, Yevzeny Zamyatin, Orwell, Aldous Huxley, David Reisman, Arhtur Koestler, C. S. Lewis y Taylor Caldwell, pero gracias a mi amigo Carlos Newland me anoticié de la antiutopía de Robert Hugh Benson titulada The Lord of the World publicada en 1907. Benson era hijo del Archobispo de Cantebury, estudió en la Universidad de Cambridge y, en 1895, se ordenó sacerdote en la Iglesia de Inglaterra. En 1903 se convirtió al catolicismo, denominación que lo consagró obispo en 1911. Escribió quince novelas, tres obras de teatro, diez ensayos y numerosos poemas. Sus biografías son múltiples: Grayson, Monahad, Watt, Martindale (en dos tomos) y Parr son algunos de sus biógrafos. | ||
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De entrada consigno que me llamó poderosamente la atención en el prólogo del libro de marras lo que escribe Benson en cuanto a que “Vean que primero estaba el materialismo puro y simple que falló más o menos -era muy crudo- hasta que vino la psicología al rescate”. Asombrosa coincidencia con una de mis reflexiones en un largo ensayo que me publicó la Revista de Economía y Derecho en Lima (UPC, Vol.6, No,22, otoño de 2009) titulado “Una refutación al materialismo filosófico y al determinismo físico” en donde, entre otros aspectos, señalo que, paradójicamente, no pocos de los profesionales que se ocupan de la psique (alma, en griego) son materialistas en el sentido que toman al hombre como formado exclusivamente por kilos de protoplasma y, por ende, determinado por los nexos causales inherentes a la materia (con lo que no habría posibilidad de proposiciones verdaderas o falsas, de ideas autogeneradas, de razonamiento, de argumentación y de autoconocimiento), es decir, haríamos las del loro. En otros términos, tal como apunta Benson, a través de muchos psicólogos (hoy incluiríamos a ciertos psiquiatras) se canaliza con mayor fluidez el materialismo que desconoce lo más preciado de la naturaleza humana: su libre albedrío y su responsabilidad moral. En este contexto, todo debe ser tratado con fármacos como si todos fueran problemas químicos en el cerebro, desconociendo las inclinaciones de la mente (y desconociendo la naturaleza de la mente en si misma) y, además, se alude a la “enfermedad mental” asimilándola a la enfermedad del cerebro sin percibir que la patología define a la enfermedad como una lesión orgánica que afecta células y tejidos y que no hay tal cosa como la enfermedad de las ideas o de las conductas. Parafaseándolo a C. S. Lewis, esta línea conduciría a “la abolición del hombre”.
La antiutopía de Benson contiene precisiones muy ajustadas sobre las características de un régimen totalitario bajo el manto del “humanismo” que en definitiva hace correr ríos de sangre para fabricar el consabido “hombre nuevo”, situación en la que desaparece todo rastro de los derechos individuales (el “individualismo está muerto” repiten energúmenos en la trama de esta ficción) para refundirse en una masa amorfa de un galimatías de “derechos sobre jurisdicciones universales recíprocas” y la imposición de “una nueva moral”, lo cual, entre otras cosas, produce lo que modernamente se conoce como la tragedia de los comunes, que en la novela comentada se le atribuye la responsabilidad por toda esta distorsión contra natura a Marx . Este bochorno opera bajo el mando de un gobierno mundial (por ende, sin posibilidad de contrarrestar el poder unificado) y con la obligación de utilizar un solo idioma (el esperanto), todo lo cual termina por liquidar cualquier vestigio humano.
Benson pone mucho énfasis en oponer el estado totalitario al catolicismo cuando en realidad aquél se opone al espíritu de libertad y responsabilidad individual. Desde el fuero interno, sin embargo, aparece como de una gran ayuda la religiosidad (cualquiera sea la denominación o no-denominación), lo cual significa no solo ponderar el hecho evidente de las limitaciones y la ignorancia de los seres humanos sino que lo pone frente a la necesidad de reconocer facultades superiores a las fuerzas humanas, un sentido de trascendencia que lo obliga a la necesaria humildad y al abandono de la siempre peligrosa arrogancia de creerse lo máximo del universo. Sin duda que el liberal debe respetar todas las ideas sobre la religión y ausencia de religión pero aquella complementa la importancia de la razón epistemológica por la que se es liberal: refuerza el no sé socrático y lo baja de un pedestal a todas luces sobredimensionado. Está por decirse la última palabra sobre si en definitiva han sido convenientes o contraproducentes para la humanidad las religiones oficiales donde seres humanos con todas sus falencias se han arrogado la voz de Dios y, frecuentemente, en su nombre y en el de la misericordia y la bondad, han degollado, torturado, quemado y aniquilado en el contexto de “guerras santas”, cruzadas y otras iniquidades en medio de sermones de mentes calenturientas que han proporcionado detalles sobre el “cielo y el infierno” y las condiciones mercantiles para obtener indulgencias. Está por saberse si el deísmo no es una avenida más fértil, aunque muchos son los que recurren a religiones oficiales al solo efecto de sistematizar la religatio.
Tal vez valga la pena resaltar que el autor de esta ficción carga las tintas indiscriminadamente contra la masonería, cuando, nos parece, habría que matizar y aclarar el punto. Como es sabido, se trata de sociedades secretas de modo que a priori no resulta posible condenarlas ni aprobarlas: todo depende del contenido y los propósitos. En la época en que el libro fue escrito, no hacía mucho que las guerras por la independencia americana habían finalizado (a comienzos del siglo anterior) y, en ese contexto, la masonería servía para luchar contra los desbordes del poder político en alianza con la Iglesia y, en su gran mayoría, propugnaban el respeto recíproco y marcos institucionales compatibles con la sociedad abierta y, por otra parte, hacían expresa profesión de fe religiosa.
También se destaca en esta antiutopía que enormes conglomerados de personas no perciben el significado y la trascendencia de rendir culto a Dios y, en su afán genuflexo de inclinarse ante alguien son susceptibles de ser arrastrados a reverenciar al líder que encarna el infame aparato estatal tal como sucede en The Lord of the World , lo cual incluye a ex sacerdotes de la iglesia católica que se postran hipnotizados frente al tirano del momento.
En otro orden de cosas, cabe destacar que un obispo anterior de la Iglesia de Inglaterra, Joseph Butler, influyó sobre algunos andariveles del pensamiento de Monseñor Benson. En 1726, en sus Fifteen Sermons Butler escribe que “Lo que debe lamentarse no es que las personas tienen demasiado interés en su propio bien puesto que no tienen el suficiente [...] El amor propio es una seguridad para nuestro comportamiento hacia la sociedad [...], lo cual se pone de manifiesto en una real satisfacción y goce con ese comportamiento [...] Generalmente se piensa que existe cierta contradicción entre el amor propio y el amor al prójimo [...] pero el amor al prójimo no es más que una manifestación del amor propio y el consiguiente placer es la propia gratificación”.
El obispo Butler también influyó en este punto en Adam Smith, Ferguson y Hume. El primero escribe al abrir su libro sobre los sentimientos morales que “Por mucho que sea el egoísmo que se suponga de un hombre, hay evidentemente ciertos principios en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de otro y hacen que su felicidad no le reporte nada como no sea el placer de observarla” y, a su vez, Ferguson en su historia de la sociedad civil señala que “El término benevolencia, por su parte, no es empleado para caracterizar a las personas que no tienen deseos propios; apunta a aquellos cuyos propios deseos lo mueven a procurar el bienestar de otros”. Y en la misma dirección Hume en sus investigaciones sobre la moral sostiene que “Yo estimo al hombre cuyo amor a si mismo se ha guiado en modo tal -por cualquier medio que sea- que le hace interesarse por los demás”. Es que el propio Sto. Tomás de Aquino ha escrito en su suma teológica que “Amarás a tu prójimo como a ti mismo; por lo que se ve que el amor del hombre para consigo mismo es como un modelo del amor que se tiene a otro. Pero el modelo es mejor que lo medelado. Luego el hombre por caridad debe amarse más a si mimo que el prójimo” (2da, 2da,q.xxvi, art.iv). En verdad quien se odia a si mismo no es capaz de amar a otro puesto que esto último necesariamente implica satisfacción para quien ama. El amor propio es el sine que non para amar a otro.
Toda la cooperación social está basada en el interés personal y toda transacción tiene la misma base. Sin ese incentivo naturalmente no habría interés en progresar con lo que se desmoronaría todo al contar con seres apáticos. Como señala Michael Novak, lo mismo ocurriría si todos se ocupan del vecino y nadie de si mismo puesto que lo que se recibe se entregaría al otro y así sucesivamente lo cual se traduciría en la inanición y la consiguiente extinción de la raza humana. Y eso es precisamente lo que ocurre con los megalómanos que imponen la ingeniería social y la construcción del “hombre nuevo” a fuerza de balloneta y el cadalso, tal como ilustra el obispo Benson y otros tantos escritores en sus antiutopías y sus sabias advertencias. Es de desear que se recapacite sobre los dolores indecibles que inexorablemente produce la fuerza bruta inherente a todos los totalitarismos de cualquier signo y se reafirmen los valores de la libertad y el consecuente respeto recíproco.