Por Guy Sorman
«Creímos erróneamente que se podía discutir con el Partido comunista chino», recuerda Wuer Kaixi. Wuer, refugiado desde hace 20 años en Taiwan, fue, en mayo y junio de 1989, el portavoz que nombraron los estudiantes de la plaza de Tiananmen. Los reproches que se dirigían en aquel entonces a los manifestantes y la pregunta que subsiste actualmente son lo mismo: «¿Qué querían los insurrectos de Pekín?». Los que deseaban una democracia al estilo occidental habían erigido una estatua de la Libertad de papel maché: sin ninguna duda, eran una minoría. La mayoría de los demás soñaban con un socialismo de rostro humano: ése era el espíritu de la época desde Polonia y desde la Rusia de Gorbachov. Creían que habían encontrado a un Gorbachov chino en Zhao Ziyang, el secretario general del Partido. Creían también en una especie de necesidad histórica: la convergencia del capitalismo y el comunismo hacia una Tercera Vía.
En la actualidad, todos los antiguos líderes de la revuelta de Tiananmen, tanto los que han sobrevivido en la propia China (Liu Xiaobo) como en el exilio (Wuer Kaixi), admiten que se equivocaron en su análisis y en su estrategia. Cuando no está en prisión (actualmente lo está), Liu Xiabo escribe en su página web. «China sólo puede elegir entre la tiranía comunista o la democracia liberal», afirma, y añade: «Los chinos son normales: quieren libertad política y económica, como todo el mundo». Pero si esa Tercera Vía, el socialismo de rostro humano, no existe, ¿podría el Partido Comunista evolucionar pacíficamente de la tiranía a la democracia?
¿No se ha iniciado ya esa evolución? ¿No ha cambiado China completamente desde la matanza de Tiananmen? Sí, un 20% de los chinos vive en la moderna comodidad de unas ciudades que ni podían imaginar hace 20 años. Pero también puede decirse que no ha cambiado nada: con el Partido Comunista no se discute.
Deng Xiaoping, la autoridad real del Partido, destituyó a Zhao Ziyang por haber esbozado, el 17 de mayo de 1989, un breve diálogo con los estudiantes. Nunca se le ha vuelto a ver. Desde entonces, los dirigentes comunistas se encargan de que ningún nuevo Zhao Ziyang, del tipo de Gorbachov, surja de sus filas. Así pues, en el Partido chino no hay dos líneas enfrentadas, la línea dura y la de los reformadores: sólo progresan en la jerarquía los duros. Los dirigentes actuales, el presidente de la República Hu Jintao, y el primer ministro Wen Jiabao, han sido ambos colaboradores cercanos de Deng Xiaoping. Desde que el ejército comunista chino conquistó militarmente China en 1949, el despotismo se ha convertido en hereditario; cuando el pueblo le llama Mao IV al Presidente actual, no se equivoca.
Esta dinastía Mao reescribe su propia leyenda, tomándola de una antigua tradición: hace veinte siglos, el primer emperador Qin mandó quemar todos los libros y pidió a sus escribas que redactaran una nueva Historia que comenzaría con su régimen. Del mismo modo, la dinastía Mao decretó que la conquista de 1949 se llamaría «Liberación», que los tibetanos se sentirían «felices» de «reunificarse» y que el 4 de junio de 1989 en la plaza de Tiananmen no pasó nada. ¿Y la masacre? Oficialmente no ocurrió. Los medios de comunicación, los libros de texto y los discursos mencionan unos «sucesos» lamentables seguidos por la vuelta «al orden». ¿Se podrían tratar en la literatura, de manera encubierta, estos «sucesos», tal como se hace en China con la Revolución Cultural? «Es demasiado pronto», me dice en Pekín el conocido autor de Sorgo rojo, Mo Yan, asustado con sólo mencionar el tema.
Para que esto no se olvide y por la dignidad de China, queda Ding Zilin. Esta ex profesora de la Universidad del Pueblo de Pekín, relativamente protegida por su avanzada edad y por el apoyo de organizaciones humanitarias en Estados Unidos, y la asociación de las Madres de la Plaza de Tiananmen intentan elaborar una lista de las víctimas de la matanza. Hasta la fecha, de las 3.000 víctimas que calculó la Cruz Roja en su momento, la Asociación sólo ha conseguido 400 nombres. En la actualidad, las familias de estas víctimas viven aún en el terror y no se atreven a reconocer el destino de sus hijos. Otros no lo saben todavía, porque los cuerpos desaparecieron, tal vez quemados por el Ejército chino. Ding Zilin tuvo la suerte de encontrar las cenizas de su hijo Jielian, un chico de 17 años que había ido a la Plaza «para mirar». Pero en el caso de los desaparecidos, las familias nunca han podido organizar entierros tradicionales, los cuales exigen la presencia del cuerpo o de las cenizas del difunto.
¿Pierde la memoria un pueblo privado de su Historia? Ésa es la esperanza del Partido Comunista. A mi entender, sin resultado: en toda China está prohibido hablar de ello, pero todos saben lo que pasó en la plaza de Tiananmen. Los días 3 y 4 de junio, como todos los años desde hace veinte, todos pensarán en ello y nadie dirá nada. Los dirigentes comunistas se aprovechan en parte de ello: el pueblo sigue estando tranquilo porque sabe de cuánta violencia es capaz el Partido.
¿Despotismo ilustrado o equilibrio del terror? Me parece que en China, cada uno lo juzga en función del lugar que ocupa en la sociedad actual: los nuevos ricos alaban el despotismo y los demás viven en el temor. ¿Perdonan los chinos la matanza de Tiananmen a causa de la prosperidad económica? La esperanza del desarrollo, que se comprueba en la realidad, ¿convierte en soportable al Partido Comunista, con su violencia, sus coacciones y su corrupción? Pero, sin embargo, no lo legitima. En China, exceptuando a los miembros de la Nomenclatura, nunca se encuentra a un chino que diga que «le gusta» el Partido.
Los sentimientos son recíprocos: «El Partido tiene miedo del pueblo», me dice Ding Yfan, un portavoz autorizado. Por esta razón, creo yo, el Partido no evolucionará hacia el pluralismo democrático: después de analizar el hundimiento del Partido soviético, los comunistas chinos han llegado a la conclusión de que un Partido que se reforma está condenado a desaparecer.
Alexis de Tocqueville explicaba la caída del Antiguo Régimen en Francia en estos términos universales: «Cuando el yugo es pesado, el pueblo no lo nota; cuando el Gobierno lo suaviza, el peso de este yugo se convierte repentinamente en insoportable». Veinte años después de Tiananmen, el Partido Comunista Chino se encarga de que el yugo continúe siendo pesado y de que los cuerpos desaparecidos sigan siendo imposibles de encontrar.