Muchas veces se ha recurrido a este título para aludir a las características sobresalientes del ser humano. En estas líneas haré mi propio diagnóstico y las reflexiones que considero pertinentes y lo hago en un contexto de cierta agonía y dolor moral por lo que ocurre en nuestro atribulado mundo. Es posible que ciertas épocas pasadas se hayan considerado como las peores y es por ello que las críticas fueron agudas y los remedios se presentaron como perentorios. Tal vez en algunos períodos se haya exagerado pero, en todo caso, las voces de alarma sirvieron para rectificar o, por lo menos, contrarrestar el rumbo. Siempre hay que tener en cuenta los contrafácticos, es decir, en este caso, que hubiera ocurrido de no haber mediado las advertencias y las descripciones de lo que se estimaba estaba mal parido.
La situación actual del mundo contemporáneo moralmente considerada parece como la más decadente desde el Congreso de Viena a la fecha. Sin duda que han resultado degradantes en extremo los totalitarismos del siglo pasado. Personajes nefastos como los Stalin y los Hitler han masacrado a media humanidad. Las dos guerras mundiales exhibieron la potencia criminal de la raza humana y las guerras localizadas en Corea, Vietnam y demás tropelías han puesto de manifiesto en gran escala las bajezas humanas. Pero este siglo veintiuno ha revelado algo aún peor y es la cretinización moral en grado superlativo: que el hombre haya abdicado a pasos crecientes de su condición humana, es decir, que haya renunciado a su libertad en pos de energúmenos y megalómanos que cual Atila arrasan con todo a su paso.
En lo personal, después de cincuenta años de escribir artículos, ensayos y libros y después de cuarenta de dictar clases en universidades -salvando las enormes distancias de ideas y principios- por momentos siento lo que escribía Antonio Gramci: “soy pesimista en mi inteligencia pero optimista en mi voluntad”. No es que haya bajado los brazos porque la esperanza es lo último que se pierde pero confieso una enorme desazón. Dejé la actividad empresaria y de consultoría porque consideraba que no se podía seguir con las quejas permanentes y había que dedicarse a estudiar y difundir las ideas que permitirían rectificar la situación. Por esto completé dos doctorados. La solución siempre estriba en una mejor educación pero no existe el propósito de proporcionarla en grado suficiente. A veces se declama su necesidad pero no se dan los pasos necesarios para ejecutar lo que se declama. Más aún, muchas veces se considera algo “muy teórico y solo para idealistas” y se concentran esfuerzos en la política del día con lo que los acontecimientos se precipitan y los tiempos se agotan puesto que si no hay la suficiente comprensión sobre los valores que sustentan la sociedad libre, todo se derrumba.
Se critica en la sobremesa pero al momento de terminar de engullir alimentos cada cual se dedica a su arbitraje personal como si nada hubiera ocurrido y después, en un ataque de reproche generalizado, se dice que “todos somos responsables” o que estamos así porque “nadie hace nada” involucrando a todos en la misma bolsa como si no hubieran personas que, aunque solitarias y a veces abandonadas e incluso vilipendiadas, tratan afanosamente de mantener la antorcha encendida con su trabajo diario.
Aquellos irresponsables piensan que por arte de magia podrán mantener sus posesiones y que otros serán los encargados de resolverles los problemas. Pero de continuar en esa tesitura, vendrá un momento en que le dirán a estos apáticos carcomidos por la desidia que se corran y dejen sus familias y propiedades para dar cabida “a los intereses nacionales y populares”, momento en el que ya será tarde para reaccionar tal como ha sucedido una y otra vez en distintos países. Por eso es que Tocqueville a escrito que “Se olvida que en los detalles es donde es mas peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin la otra”.Y también en La democracia en América -lo cual conviene tener muy presente a raíz de las parodias de la democracia que vivimos en los que se vota arrasar con los derechos de las minorías- dice Tocqueville que “En cuanto a mí, cuando siento que la mano del poder pesa sobre mi frente, poco me importa saber quién me oprime; y por cierto que no me hallo más dispuesto a poner mi frente bajo el yugo, porque me lo presenten un millón de brazos”.
El cuadro que presenta la Argentina es desolador, dejando de lado la soberbia que exhibe la política gubernamental, es decir los modales del “modelo” de la redistribución coactiva del fruto del trabajo ajeno, todos parecen adherir a esa concepción en momentos electorales en que escribo esta columna. En un punzante artículo de Jorge Fontevechia en Perfil titulado “Todos somos de izquierda” se lee que los distintos candidatos de los diversos partidos políticos debatieron en un programa televisivo “como si fueran precandidatos de distintas corrientes de un mismo partido donde se disputaba una elección interna” y agrega que todos “se mimetizan con el discurso de Pino Solanas” (candidato de un partido minúsculo radicalizado de izquierda).
Curiosamente, en la Argentina, a pesar de lo dicho y de los riesgos que se corren de desbarrancarnos hacia la política rabiosamente estatista del bufón del Orinoco, comienzo a conjeturar, sin embargo, por primera vez desde hace mucho tiempo, que podría haber un nicho de mercado para las ideas liberales en la arena política donde se pueda construir un escenario diferente con la proa puesta hacia el ideario alberdiano que tantos réditos extraordinarios le brindó a nuestro país durante tanto tiempo (hasta la aparición del movimiento fascistoide de los años treinta exacerbado en grado sumo con el advenimiento del peronismo). Si bien el grueso de la población se ha dejado ganar por la machacona prédica estatista, ese rincón eventual, aunque minúsculo, que estaría dispuesto a oír otro discurso, es el resultado de trabajos educativos previos, a todas luces insuficientes pero que tal vez permitan la existencia de ese espacio.
En el orden internacional observamos atónitos como, Estados Unidos -el otrora baluarte del mundo libre- se ha decidido por arrancar recursos de la gente para entregárselos a las empresas industriales, comerciales y bancarias de mayor poder de lobby produciendo una mayúscula transferencia coactiva de recursos junto con una colosal emisión monetaria a través de la monetización de la ya astronómica deuda gubernamental. Por otra parte, países como Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua se mofan de todo vestigio de institución republicana para encaminarse al esquema totalitario de la isla-cárcel cubana. Y en Europa, salvo alguna presentación independiente, esporádica y muy minoritaria, se debate en el contexto de una descomunal concentración de poder en Bruselas al efecto de continuar la carrera con empobrecedores y maltrechos “estados benefactores” (por más que en el contraproducente Parlamento Europeo haya avanzado ahora “la derecha”, esa palabreja que se asimila a lo nazi-fascista o a lo conservador, conjunto que, en este caso, frente a la crisis internacional debida al peso del Leviatán, han optado por acentuar el rol gubernamental).
Pero todo este cuadro más o menos patético se despliega en base al apoyo electoral recibido. En otros términos, parecería que muchas personas han abdicado de la condición humana, que han renunciado a lo que tiene de más preciado el hombre: su libertad y su responsabilidad moral. Ya no es el atropello de algún tirano que se ubica a los codazos en la cúspide del poder sino que el inescrupuloso pide ser descuartizado moralmente en detrimento de quienes conservan un sentido de dignidad y de autoestima. Un espectáculo en verdad lúgubre y digno del cementerio. ¿Cómo es posible que se haya caído tan bajo? No me resigno a tamaña bazofia y se que otros tampoco se doblegan ante tanto desatino. Por más que se esté en un mal momento no puede aceptarse que se pierda completamente la cordura y se corra apresuradamente al despeñadero en busca de un suicidio colectivo imperdonable desde cualquier punto de vista humano.
El ser humano tiene el privilegio de una naturaleza inexistente en todas las otras especies conocidas. Tiene la facultad racional, tiene libre albedrío, decide, evalúa, compara, piensa, argumenta y tiene propósito deliberado. Esto -nada más y nada menos- significa la acción humana, en el resto hay mera reacción: a determinado estímulo se produce determinada consecuencia. No hay psique, estados de conciencia o mente, solo materia. Esta dignidad es su libertad y la consecuente responsabilidad. El hombre entra en sociedad para sacar partida de la cooperación recíproca. Tiene derechos que no son inventados, diseñados ni otorgados graciosamente por nadie sino que corresponden a su naturaleza humana, es decir, el hecho de poder encaminarse cada uno como mejor le plazca sin interferir con iguales derechos de los demás.
De un tiempo a esta parte se ha degradado y pervertido esta noción para trasformar al hombre en un adefesio que pierde su personalidad y unicidad para diluirse en una masa amorfa sin rostro, en un conjunto indiferenciado al servicio de amos inmisericordes que manejan a sus súbditos como si se tratara de autómatas patéticos incapaces de nada que pueda considerase humano.
Parecería que los esfuerzos indecibles de tantas personas para dejar testimonio en documentos históricos donde se consignan y reconocen los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad se han agotado y se han convertido en inútiles para contener los desbordes y las avalanchas totalitarias. No es posible que domine la fuerza bruta en lugar de la razón. No es posible aceptar el antiguo adagio que dice que “en cuanto se tiene un martillo, todos los problemas empiezan a parecer clavos”. Tenemos que haber aprendido algo desde que nos hemos asentado en este planeta hacen ya más de diez mil años. Un tiempo atrás titulé un artículo “La civilización es frágil” para destacar lo asombrosamente sencillo que resulta destruir y lo inmensamente trabajoso que es construir una malla protectora de los derechos y, más gráfico, José Antonio Marina exclama: “¡que débil es la muralla que nos protege del horror!”. Nuestra irrenunciable tarea -la de todos quienes pretendemos vivir en libertad- consiste en apuntalar esa muralla todos los días.
Es cierto que desde la fecha indicada del Congreso de Viena se ha adelantado mucho, por ejemplo, en cuanto al respeto por el diferente (tal vez no en grado suficiente) sea por el color de la piel, la religión o lo que fuere pero ¿acaso en lugar de ganar terreno por estas manifestaciones loables, en definitiva, no se ha generalizado la falta de respeto indiscriminada en cuanto a la arremetida contra el derecho de todos?. En este sentido, en lugar de subir un escalón, ¿no se ha generalizado la guillotina horizontal empujando y nivelando hacia abajo al tiempo que se destroza la noción misma de derecho? Es innegable también que los adelantos tecnológicos han sido colosales en la medida de que hubieron espacios de libertad y la consiguiente creatividad, pero a la larga o a la corta se vuelve en contra si no se mantiene la brújula del respeto recíproco, situación en la que directa o indirectamente las nuevas herramientas caen en manos de la nueva Gestapo.
Tenemos el imperioso deber de hacer un alto en al camino y repasar los principios y valores inherentes a la condición humana y, sobre todo, recordar siempre aquella sentencia célebre: “solo es digno de la vida y la libertad aquel que sabe cada día conquistarlas”.