Washington, DC—La película “Bruno”, el nuevo cañonazo cinematográfico de Sacha Baron Cohen, está bajo fuego cruzado. Se la acusa de alimentar prejuicios contra la homosexualidad, difamar a Austria, atraer a cándidos mentecatos hacia las cámaras con engaños y simular la espontaneidad mediante montajes. Estas acusaciones dan fuera del blanco y probablemente suenan a música en los oídos de Cohen y Universal Studios.
Bruno es un vanidoso y extravagante reportero de modas homosexual que deja Austria por los Estados Unidos en busca de fama. Sus bufonadas lo hacen chocar con gentes obtusas a propósito de la homosexualidad, la celebridad y la corrección política, colocándose a menudo en situaciones de peligro mortal.
"La Gay & Lesbian Alliance Against Defamation" de los Estados Unidos sostiene que partes del film "refuerzan estereotipos dañinos y dolorosos" y que la película en general hace que “el público se sienta menos cómodo" con los gays”. No, todo lo contrario. Y no me refiero solamente a los “sketches” que ponen en ridículo a homófobos sureños como el pastor que aconseja a Bruno cómo volverse heterosexual, el maestro de artes marciales que lo entrena para protegerse de un acoso gay por la retaguardia o el cazador que lo amenaza cuando descubre su orientación. Las escenas en las que Bruno caricaturiza su propia homosexualidad —las grotescas acrobacias sexuales con su amante o el intento de seducir a un heterosexual que está fornicando con su pareja en una fiesta de “swingers”— son representaciones burlonas del estereotipo gay. “Bruno”, pues, embiste contra los instintos tribales, la ignorancia y los temores que están en la raíz de la intolerancia.
El gobierno austriaco ha pedido boicotear el film: su embajador en Londres lo ha llamado “completamente impropio e inadecuado”: descripción acertada, por cierto, de lo que Cohen hace para ganarse la vida. Pero el falso protagonista austriaco (asegura ser "la mayor superestrella desde Hitler") no difama a país alguno. Sus provocadores arrebatos austriacos son más bien una mofa de la idea colectivista de la nacionalidad (y asumen que la mayoría de los espectadores no son tan estúpidos como para considerar que todo austriaco es un Bruno).
¿Engaña el film a ciudadanos comunes poniéndolos en situaciones que potencian sus antipáticos rasgos de personalidad? En cierta medida, si. Pero las cosas que la gente dice ante las cámaras son tan auto-inculpatorias que el contexto no las justifica. Cuando una madre desesperada por participar en lo que cree que es un programa de TV acepta que su bebé se someta a una liposucción —la condición que le impone Bruno para invitarla—, cualquier excusa es endeble. Lo mismo se aplica para la estrella televisiva que piensa que va a ser entrevistada para un programa alemán y que cuando se le solicita que se siente sobre la espalada de un jardinero mexicano que posa como silla hace exactamente eso. La joven consultora de una firma de relaciones públicas que le sugiere a Bruno lucir un brazalete hecho con la piel de algún animal en peligro de extinción (entre otras formas de crearse una imagen pública atractiva) es un ejemplo perfecto de la corrección política “bien pensante” que domina hoy el mundo del entretenimiento.
La verdadera crítica que debe hacérsele a “Bruno” es que la mitad de los “sketches” son para reírse a carcajadas y la otra mitad bastante malos. El humor funciona —y esto es lo que hizo de “Borat”, el anterior film de Cohen, un deleite— cuando cumple tres condiciones: la puesta en evidencia, mediante exageración cómica, de algo que podría ser cierto, la sorpresa y el riesgo. En su deambular por los Estados Unidos, Bruno corre riesgos brutales, lo cual cumple con la tercera condición.
Ocasionalmente, hace lo inesperado, pero, dadas las similitudes con “Borat”, es a menudo predecible. Y si bien pone en ridículo, mediante exageración maniquea, las rigideces culturales de cierto tipo de gringos sureños, la incomodidad de muchos afro-americanos con la homosexualidad, el oscurantismo de ciertos judíos hasídicos y el fanatismo de algunos activistas islámicos, muchas de las escenas carecen de este elemento clave para un humor logrado. Y eso es lo que hace muy poco convincente, por ejemplo, el “sketch” en el que Bruno trata de seducir al congresista Ron Paul, que reacciona como reaccionaría cualquiera que se enfrentase a un acoso así fuese cual fuese su sexualidad. También por ello ciertas escenas resultan vulgares por el gusto de ser vulgares.
Los “decadentes” de fines del siglo 19 –un movimiento artístico europeo— adoptaron la frase “épater le bourgeois” (“conmocionar a las clases medias”) como un distintivo de orgullo para describir su trabajo, una reacción contra el Romanticismo. Así de viejo y tradicional es el empeño de Sacha Baren Cohen de escandalizar a la sociedad respetable. Pero es una tradición que se renueva a sí misma de tiempo en tiempo porque las formas recurrentes de conformismo en la sociedad piden a gritos nuevos intentos de sacudirla mediante la crítica social escandalosa. Hay ciertamente algo decadente en lo que hace Cohen, y cuando no funciona tan bien como en “Borat” puede ser irritante. Pero, aun así, el mundo es mejor con este tipo de espíritus anárquicos que perturban su sentido complaciente de lo que es respetable de vez en cuando.
Alvaro Vargas Llosa es Académico Senior del Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y editor de "Lessons from the Poor".
(c) 2009, The Washington Post Writers Group