Por Mauricio Reina Vuelve y juega... Cuando aún resonaban los ecos de las declaraciones de buena voluntad de la última reunión entre los presidentes Uribe y Chávez, las relaciones colombo-venezolanas han vuelto a caer en la confrontación. Esta situación ha puesto de nuevo sobre la mesa un interrogante clave: ¿qué hacer con una relación cada vez más convergente en lo económico y divergente en lo político?
A juzgar por las reacciones registradas en las últimas 48 horas, muchos colombianos creen que el presidente Chávez es como el perro que ladra y no muerde. Ante su anuncio de congelar las relaciones bilaterales y sus amenazas hacia las exportaciones y la inversión de Colombia, varios observadores han mostrado un optimismo desconcertante. Argumentan que el comercio no ha hecho otra cosa que crecer a pesar de las crisis políticas de los últimos años, y que las necesidades económicas de Venezuela son tan grandes que no puede prescindir de los productos colombianos.
Tanto optimismo no sólo es asombroso, sino además peligroso. Existe un dicho popular que a lo largo de la historia ha resultado ser más relevante que el del perro que ladra, y es aquél que afirma que si el cántaro va mucho al agua termina rompiéndose. Si bien es difícil que el Gobierno de Chávez prescinda de un solo tajo de las exportaciones colombianas y de los productos que proveen las empresas nacionales que operan en territorio venezolano, lo cierto es que cada vez es mayor el riesgo de que la relación económica bilateral sufra golpes graduales pero letales.
Una revisión desapasionada de la situación muestra la magnitud de los riesgos que se ciernen sobre la relación bilateral. Los optimistas basan su posición en dos supuestos frágiles: que la fractura política del Gobierno colombiano con Chávez es superable y que el desabastecido mercado venezolano sólo puede ser atendido por nosotros.
El primer supuesto hizo agua hace rato. Si algo ha quedado claro en los últimos tiempos es que Chávez no ha dado ni un paso atrás en su intención de consolidar un modelo político y económico que no sólo diverge del de Colombia, sino que además puede atentar contra él. El problema no está en que el modelo venezolano sea enemigo del libre mercado, sino en que se trata de un proyecto expansionista. La evidencia es elocuente. Ni siquiera los vaivenes del petróleo han disuadido a Chávez de sus propósitos: sin importar que el precio del crudo hubiera caído a la mitad en el último año, su Gobierno ha logrado conquistar la simpatía de la mitad de los países miembros de la OEA.
El segundo supuesto de los optimistas también es tremendamente frágil. Si bien es cierto que el Gobierno venezolano necesita abastecerse de bienes básicos para controlar la inflación en una economía descuadernada, no hay razón para que no pueda hacerlo en países distintos de Colombia, incluso a un costo mayor que el que tienen nuestros productos: hay que recordar que la chequera de Chávez no conoce la racionalidad económica.
En los últimos años los empresarios colombianos han aprovechado los jugosos beneficios de un mercado cautivo y distorsionado como el venezolano, pero más vale que recuerden que las gallinas de los huevos de oro no poseen el don de la inmortalidad. Si no me creen, pregúntenles a las empresas automotrices colombianas...