Por René Gómez Manzano
La Habana – En los últimos días, la propaganda castrista ha centrado su artillería ideológica en los recientes sucesos de la hermana República de Honduras. Se suceden maratónicas mesas redondas en horarios inusitados, al tiempo que en los periódicos y noticieros se dedica un considerable espacio a ese asunto. Todo parece indicar que, en vista del olímpico desinterés de nuestra población en temas como los de Luis Posada Carriles y los cinco espías encarcelados en los Estados Unidos, los encargados de la “orientación revolucionaria” han decidido ahora probar suerte con el destino del señor Zelaya, de modo que éste se convierta en tema de una campaña propagandística que sí logre motivar a nuestros descreídos conciudadanos (como lo logró hace años —hay que reconocerlo— la saga del niño Elián).
No creo que tengan mucho éxito, pues la generalidad de los cubanos de a pie, agobiados por el empeoramiento de la situación nacional, se preocupan más por la solución de sus problemas cotidianos que por la suerte de la democracia hondureña y la del señor Zelaya, incluidos su bigotón y el sombrero del que el propio teniente coronel Chávez, con el gracejo vulgar y el desparpajo que lo caracterizan, hizo burla pública. Pese a ello, creo que el tema amerita un análisis que se aparte siquiera un poco de los lugares comunes que tanto parecen agradar a los castristas y a sus parientes carnales del engendro llamado “socialismo del siglo XXI”.
Lo primero que llama la atención en el enfoque de los “bolivarianos” de hoy es el desvelo que muestran esos señores por lo que ellos consideran el mantenimiento del orden constitucional en Honduras. Despierta curiosidad extrema ver el interés inusitado que prestan a ese tema los Castro, que treparon al poder a tiro limpio, y propugnaron que también lo hicieran los izquierdistas carnívoros de media América Latina, sin preocuparse por si los regímenes cuyo derrocamiento propiciaban fuesen dictatoriales (que en los sesenta y los setenta no escaseaban, por desgracia) o democráticos. Lo mismo cabe decir del inefable Chávez, frustrado aspirante a gorila que saltó a la vida pública intentando derrocar al gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez.
Después tenemos que asombrarnos del primitivo enfoque que dan esos señores a la cuestión de la legitimidad, el cual, más que para los tiempos que corren, sería más adecuado para la edad media o moderna, cuando los diferendos de ese tipo se limitaban a determinar si quien habría de ejercer el poder absoluto sería uno u otro de los pretendientes al trono. Parece que no se han enterado aún de que, en las concepciones democráticas actuales, el asunto radica —entre otras cosas— en la división de los poderes del Estado y la existencia entre ellos de contrapesos concebidos para evitar la tiranía.
En este caso específico, la propia prensa oficialista cubana ha reconocido que el señor Zelaya se ha enfrentado nada menos que al Congreso Nacional, la Corte Suprema de Justicia, la Procuraduría General de la República y el Tribunal Nacional de Elecciones. Todos estos órganos del Estado han considerado ilegítima la pretensión del mandatario ahora depuesto de ordenar, por sí y ante sí, una “consulta popular” que reconocidamente persigue el propósito de viabilizar la convocatoria de una Convención Constituyente que redacte una nueva carta magna.
Por supuesto, los que nos interesamos en esos temas y hemos seguido la evolución reciente de regímenes como los de Chávez, Morales y Correa, sabemos por dónde van los tiros. Menudean las invocaciones a los derechos del pueblo, la necesidad de luchar contra la miseria y la pobreza (¡como si el medio fundamental para alcanzar ese propósito, noble en sí mismo, fuese la redacción de códigos!), el propósito de garantizarle a cada ciudadano un trabajo, atención médica, educación y una “vivienda decorosa”… En fin, todo género de consignas demagógicas, populistas y mendaces, pero en el fondo la cuestión girará alrededor de un tema central: la reelección presidencial. Para cada uno de los líderes del “socialismo del siglo XXI”, lo aconsejable, indefectiblemente, es que las transformaciones que propugnan se lleven a cabo bajo la dirección de una persona: él mismo.
Los constituyentistas hondureños de 1982, sabiamente, prohibieron la reelección presidencial; también vedaron absolutamente (y en esto me parece que no actuaron con tanta sabiduría) la reforma de determinados preceptos supralegales, incluyendo los que contienen esas disposiciones. Por supuesto que para quien quiera seguir disfrutando de “las mieles del poder” —como parece desearlo ardientemente Zelaya—, la única salida es la misma que en su día propugnaron Hugo, Evo y Rafael: elaborar una nueva Constitución “hecha a la medida”, y a ese fin, actuando contra viento y marea, él ha dedicado sus empeños.
Es lastimoso ver cómo la ambición desmedida de un solo hombre puede poner en peligro la estabilidad institucional de un país entero. También es de lamentar que la carta magna hondureña no contemple la posibilidad de que otro órgano del Estado (digamos, el Legislativo, como sucedía en Cuba con las constituciones democráticas de 1901 y 1940), siquiera sea con una mayoría cualificada, destituya al Presidente de la República. Si fuera ése el caso, no caben dudas que tal habría sido el justo destino de Zelaya, que se ha ganado el repudio generalizado de la clase política del país, incluyendo a la gran mayoría de los miembros del propio partido que en su día lo postuló.
Esperemos que el noble pueblo hondureño, superando el protagonismo desmedido del ensombrerado personaje (que lo mismo pide que lo esperen en Tegucigalpa el próximo jueves que se desdice de ello al día siguiente) encuentre las vías para resolver, de manera pacífica y ajustada a derecho, esta crisis motivada por la politiquería ramplona y el apetito de mando.
René Gómez Manzano es abogado y periodista independiente.