Por Berta García Faet
Toda teoría contiene un cierto número de axiomas principales que son en última instancia indemostrables; no obstante, son falsables, esto es, no pueden probarse de forma absoluta pero sí pueden refutarse si se los contradice. En otras palanas, pueden compararse con otros axiomas de otros modelos para determinar cuál es más realista, cuál se incumple menos. Esto sucede porque el ser humano no puede percibir el mundo directa, pura, acríticamente, y construye sus teorías como buenamente puede (insertando elementos que aún no ha podido observar en la realidad, o induciendo sin una teoría de fondo completa) para finalmente, eso sí, intentar contrastarlas. Porque el hecho de que el método científico en las ciencias sociales sea "sucio" (en el sentido de no-sistemático), no significa en absoluto que valga cualquier cosa.
El terreno de la microeconomía (terreno que en la Escuela Austríaca se difumina, al preferirse las teorías económicas generales e integradas y no parciales) es un campo minado para este tipo de axiomas espinosos. Se tiende a olvidar que la ciencia económica también trabaja con presupuestos sobre la naturaleza humana. No es una ciencia antropológica y filosóficamente neutral, sino que tiene una parte –una parte fundamental– humanista, empezando por sus elecciones epistemológicas y acabando en su concepción del ser humano, elemental para determinar el comportamiento de los agentes económicos.
Así, al contrario de lo que se nos enseña en las universidades, los presupuestos "microeconómicos" keynesianos no son neutrales y objetivos, como tampoco lo son los austriacos. Las características del individuo keynesiano, concretamente su régimen de expectativas (contenido en su Teoría General), presuponen una teoría del conocimiento expuesta en su Tratado sobre la Probabilidad.
Brevemente: esta teoría del conocimiento, influida por Moore y Russell, al contrario que la austríaca, es más bien pesimista una vez aplicada a la ciencia económica, ya que señala como la base principal de conocimiento (denominado por él "indirecto", y sujeto a las leyes de la lógica) a la intuición, una especie de "familiaridad directa" (direct acquaintance) con los objetos.
Sin embargo, como no entra a discutir los criterios que hacen que la evidencia empírica sea válida o inválida, y admite el problema de la incompletitud de la evidencia disponible, su teoría del conocimiento acaba desembocando en el conocimiento como la probabilidad con la que se vinculan premisas y conclusiones. En palabras del profesor Vara Crespo: "En la idea de Keynes, certeza no es lo mismo que verdad: la primera es la relación lógica entre proposiciones; la última, una propiedad de una proposición."
No criticaremos en este momento esta particular epistemología, pero le pedimos al lector que no la pierda de vista, ya que, por una parte, es esta visión pesimista la base de su teoría de las expectativas del agente económico y del subconsumo estable (de donde deriva, lógicamente, su receta mágica de "estimular la demanda"); y por otra parte, es esta teoría del conocimiento la que el propio Keynes parece contradecir cuando analiza el régimen de expectativas del Estado.
Keynes parte de la siguiente idea neoclásica: hay decisiones económicas a corto y a largo plazo. Ambas son problemáticas, pero especialmente las de largo plazo, que son precisamente las que permiten una acumulación de capital. Todo esto entra en la lógica de su epistemología: si el carácter incierto del conocimiento se halla en su carácter inductivo, cuanto más necesaria sea la inducción (y lo es cuanto más amplio sea el horizonte temporal a considerar), más incierto será el conocimiento. Keynes es en esto radical, hasta el punto de que, para él, las expectativas largoplacistas son prácticamente arbitrarias: se formulan en la oscuridad, en la contingencia, en la ceguera. En sus palabras: "Sobre estas cuestiones [la posibilidad de una Guerra europea, el precio del cobre, la tasa de interés, la obsolescencia de un nuevo invento, etc.] no existe ninguna base científica sobre la cual podamos hacer un cálculo de probabilidades. Simplemente, no sabemos."
He aquí el problema de eliminar del análisis económico la perspicacia empresarial: los empresarios son aquellos agentes que apuestan por una oportunidad de beneficio que otros no ven. Si reducimos las decisiones empresariales a un cálculo de probabilidades estamos suponiendo que el panorama de oportunidades es objetivo y estático. Y no hay nada más subjetivo y dinámico: lo que uno ve rentable, el otro no lo ve; lo que uno consigue que sea rentable, el otro no lo consigue.
Bien, pero aceptando a efectos dialécticos que efectivamente el conocimiento económico se basa en la probabilidad, cabe preguntarse: ¿entonces, si hay tanta incertidumbre, por qué la gente actúa? Keynes señala dos factores: las convenciones y los animal spirits. Es difícil distinguirlos, porque ambos se refieren a esa especie de inclinación humana a la acción, esa especie de manía conativa, esa especie de conservadurismo imitativo, que busca sus argumentos en los estados de opinión expresados en precios, en las condiciones del presente que se asume que no van a variar considerablemente, etc. En otras palabras: aunque no haya motivos favorables y seguros, el hombre actúa. Si no, se moriría. Está en su naturaleza el actuar, siendo ello totalmente independiente de su conveniencia. Pero nadie arriesga ni innova.
Nótese que aquí reluce una diferencia capital con la teoría económica austríaca, para la cual el agente económico es capaz de jerarquizar sus fines y actuar según lo que él cree que es conveniente para conseguirlos. La acción es más o menos racional y teleológica, no ilógica, desesperada e independiente de las condiciones de la realidad, como parece indicarnos el modelo keynesiano.
Como este punto de la teoría es capital, me detendré un poco más en él. ¿Qué forma de tomar decisiones es más realista? Desde el sentido común, parece que ninguno de los dos modelos respeta la realidad completamente. Porque parece que el modelo de "agente económico positivo y racional" austríaco se cumple en la gente equilibrada, que vive tratando de conseguir lo que quiere, esto es, con iniciativa y afán de mejora; mientras que el modelo de "agente económico negativo e irracional" keynesiano se cumple en la gente a la que no le ha ido bien y acaba resignándose. Ninguno de los dos sirve para todos; sin embargo, parece razonable suponer que el modelo austríaco se acerca más a la realidad en tanto que la irracionalidad económica se presenta allí donde hay una especie de "patología emocional". Es decir: no todos los agentes son racionales al tomar sus decisiones (siendo la racionalidad ajustarse a fines y medios), pero son los irracionales una excepción (no necesariamente excepción cuantitativa) que se percibe como un estado anormal y negativo para el propio individuo, en los cuales la irracionalidad no es sólo económica, sino que viene acompañada por todo tipo de elementos autodestructivos.
Una vez analizado el régimen de expectativas largoplacistas en general, pasemos a las particularidades según se trate de un agente económico u otro. Aquí es donde bien puede hallarse el error más garrafal: en la heterogeneidad microeconómica totalmente arbitraria.
Según la teoría austríaca (y no sólo ésta: también la Public Choice), los individuos razonan de la misma manera independientemente de su condición social, su profesión, su sexo u otras características. La racionalidad económica según la cual el individuo persigue con su acción sus fines se cumple universalmente (ya hemos tratado anteriormente la excepción que podría hacérsele a esta regla). Por el contrario, para Keynes es del todo relevante, a la hora de tomar decisiones, que el agente económico sea consumidor, empresario o Estado. Siendo en todo caso seres humanos los que se meten en el papel, ¿puede ser esto cierto? ¿No buscan todos maximizar un beneficio, absolutamente subjetivo, y por supuesto no necesariamente económico, minimizando costes?
Empecemos por el consumidor. Keynes señala dos características que le son privativas: por una parte, gasta lo que ingresa; por otra, tiene una alta preferencia por la liquidez. Ambas cosas por motivos psicológicos: por seguridad.
Aceptar esto es bastante difícil. La propensión marginal al consumo no es algo estático, sino que varía por motivos variados, especialmente culturales y económicos, en absoluto ontológicos. No puede decirse que todo consumidor tienda a no ahorrar; si fuera así, no podría haber habido acumulación de capital nunca. De hecho hay una tendencia según la cual a medida que aumenta el bienestar económico, aumenta la propensión marginal al ahorro (y, como en círculo virtuoso, en consecuencia, la inversión y el propio bienestar; tesis ésta que se contradice, por cierto, con la de la eficiencia marginal del capital siempre decreciente).
En cuanto a la preferencia por la liquidez, esta característica no es sólo propia de los consumidores, sino de los agentes económicos en general. De hecho, es la preferencia por la liquidez (otra manera de entender la preferencia temporal) la base del fenómeno del interés.
En cuanto al empresario, él es quien invierte, y quien, para averiguar el volumen de la inversión, trata de llegar a la igualdad entre el coste marginal y el ingreso marginal de su inversión. Como veremos, si este razonamiento no parece incorrecto, sus corolarios son fatales en cuanto insertamos el axioma de la eficiencia marginal del capital decreciente. Porque el coste es conocido, pero el ingreso desconocido; de modo que, si el ingreso es desconocido, pero se sabe que la eficiencia marginal del capital será decreciente, el volumen de inversión tenderá a restringirse y ser escaso. Como la inversión es escasa, también el tipo de interés aumenta (cuando la relación causa-efecto es justo la contraria).
Por último, llegamos a la clave del problema: el régimen de expectativas del Estado. Para Keynes, el consumidor tiende a gastarlo todo (por lo que no hay espacio para el ahorro y para la inversión) y el empresario tiene a no invertir. ¿Qué hay del Estado? Como si se tratara de un grupúsculo de superhombres inmunes a todas las pegas epistemológicas que Keynes les ha puesto a los razonamientos microeconómicos de consumidores y empresarios, el Estado resulta poder conocer la eficiencia marginal del capital. Dice Vara Crespo: "Aunque no explica por qué, posee la capacidad de calcular adecuadamente la eficiencia marginal del capital en base al interés social, lo que implica que puede formar expectativas ciertas (cuya finalidad no coincide con las expectativas de la iniciativa privada)."
En otras palabras: hay una grave arbitrariedad en toda esta cadena de razonamientos, que la lastran. El panorama keynesiano es muy negativo, casi apocalíptico, por lo que es necesario (necesario para que la teoría no se hunda) que exista un agente económico que se salve de todas esas condiciones económicas negativas del mundo que antes se han enunciado (conocimiento probabilístico insuficiente, expectativas largoplacistas que cohíben e insuficiencia crónica de inversión). Como el lector puede suponer, estos presupuestos microeconómicos están muy lejos de resultar realistas y rigurosos.
Pero la cadena no acaba aquí. En un próximo artículo trataremos el vínculo que establece Keynes entre estos regímenes de expectativas y la inversión (siendo clave su concepto de interés, totalmente contrapuesto al austríaco), y sus conclusiones y recetas, y por qué son erróneas y desembocan en el aumento del papel del Estado como única solución. Porque más Estado es lo sale cuando juntamos escasa rigurosidad microeconómica con reducción al absurdo.