Por Jesús Ruiz Nestosa
SALAMANCA.- Fue un fin de semana tenso con los presidentes de Unasur reunidos en Bariloche. No son tontos los mandatarios al elegir sitio para reunirse. A nadie se le ocurriría reunirse en Iquitos, en la frontera de Perú y Brasil, ni siquiera con la promesa de encontrarse con Pantaleón, protagonista de la novela de Vargas Llosa. O bien en Puerto Príncipe, capital de Haití, o en Capitán Bado, en la frontera de Paraguay y Brasil, o en Laguna Blanca, en la frontera de Argentina y Paraguay.
El tema central: la carrera armamentista que se ha desatado en varios países latinoamericanos con el pretexto de que hay que defenderse a raíz de las bases militares que Colombia le permite utilizar al Ejército de los Estados Unidos de Norteamérica. Claro que el hecho fue muy bien aprovechado por el presidente socialista bolivariano de Venezuela, Hugo Chávez, para lanzar el grito de “Soplan vientos de guerra”. Quienes vemos el problema desde lejos y tratamos de manejar toda la información necesaria sobre el tema llegamos a la conclusión de que ni siquiera sopla una leve brisa de guerra en la región.
Países como Venezuela, Ecuador y Bolivia han comenzado a adquirir armas en cantidades que sí son alarmantes, acudiendo para ello a dos mercados principales: Rusia y China. En el caso de Brasil es para actualizar su parque de guerra y con proyectos de largo alcance como el de construir, con la colaboración de Francia, el primer submarino atómico del país. El Brasil, debido a lo extenso de su territorio necesita mejorar el control por el aire sobre todo de la zona selvática de la Amazonia, luchar contra el narcotráfico y por último proteger las plataformas marinas utilizadas para la explotación petrolera. Colombia, por su parte, enfrenta una situación de guerra interna desde hace más de cincuenta años en la que se mezclan elementos ideológicos con una guerrilla de extrema izquierda y la producción y tráfico de drogas. Aunque parezcan luchas diferentes, al final todo es una misma cosa donde se combinan protecciones y participación en un botín difícil de calcular producido por el tráfico ilegal de esas mismas drogas.
Esta partida de ajedrez no es ni difícil ni complicada, como se intenta hacer creer. Es natural que Colombia ejerza el principio de la defensa propia, cuando Ecuador ofrece su territorio como santuario para los miembros de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), santuario tan seguro y evidente como el campamento que mantenía allí el dirigente Raúl Reyes de manera estable desde años atrás. Es evidente también que Colombia realice las acciones necesarias para evitar que Venezuela provea de armas y municiones a la guerrilla, como se ha demostrado recientemente a través de un lanza granadas comprado a Suecia por el gobierno de Chávez y que apareció en manos de las FARC. Venezuela acaba de comprar a Rusia más de cien mil fusiles que tienen la singular característica de ser del mismo calibre que los utilizados por la guerrilla colombiana, con los que sus proyectiles son compatibles.
No hay que enturbiar las aguas con discursos demagógicos, proclamando la “guerra contra el imperio” y otros eslóganes que podrían entusiasmar a un adolescente al que lo mismo le da gritar los domingos a favor de su club de fútbol, el sábado a la noche por su grupo de rock preferido y el resto de la semana por quien sea. Hay que ser realistas con las cifras que se manejan: diez países gastan, anualmente, más dinero en armas que todos los otros ciento setenta países juntos. Y la historia de David y Goliat es un hermoso relato de la Biblia, pero sin esperanzas de que se repita como la apertura del Mar Rojo, la zarza ardiendo en medio del desierto o la historia de Jonás y la ballena.
Entrar en una carrera armamentista en este momento es el golpe de timón necesario para que nuestros países se parezcan más a muchas naciones africanas; naciones enormemente ricas gracias al petróleo, minas de oro, minas de diamante, que permitan que el dinero fluya a raudales. Sin embargo, son naciones en las que el noventa por ciento de la población vive por debajo de los más degradantes niveles de pobreza. El dinero va a parar a manos de un reducido diez por ciento y a la compra de armas para defenderse de otros grupos corruptos en guerras en las que mueren millones de inocentes, los que no tuvieron pan en su mesa porque el Gobierno les dio un fusil a cambio, con el que mataron y fueron muertos. Allí vamos corriendo en busca de mayor cantidad de armas.