Por Walter Williams Libertad Digital, Madrid
El filósofo Bertrand Russell escribió que "el ser humano nace ignorante, no estúpido, se hace estúpido por la educación". Y fue Albert Einstein el que explicó que la locura consistía en "seguir haciendo lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes". ¿Cuál de las tres opciones –estupidez, ignorancia o locura– explica el comportamiento de mis conciudadanos cuando piden que el Gobierno se implique más en nuestras vidas?
Según una encuesta Rasmussen reciente, el 30% de los estadounidenses cree que los congresistas son corruptos. El año pasado, el grado de aprobación de la labor del Congreso cayó por debajo del 9%, su mínimo histórico. Si el estadounidense promedio fuera preguntado por su opinión de los congresistas, entre los términos más educados que escucharía estarían ladrones y mangantes, embusteros y manipuladores, espabilados y estafadores. ¿Pero qué dicen esas mismas personas cuando la nación se enfrenta a un problema grave? "¡El Gobierno tendría que hacer algo!" Cuando piden que el Gobierno haga algo, parece como si estuvieran aquejados de amnesia y hubieran olvidado quién lleva las riendas: las mismas personas a las que han tildado de ladrones y mangantes, embusteros y manipuladores, espabilados y estafadores.
Al margen del nivel general de repulsa que sienten los estadounidenses por los congresistas, está la cuestión de si hay algo que el Gobierno hace bien. ¿Qué hay de la seguridad social y Medicare? El Congreso ha tolerado que ambos sumen un pasivo sin financiar por valor de 101 billones de dólares. Eso significa que para pagar las prestaciones sociales prometidas a los pensionistas, el Congreso tendría que ingresar en el banco hoy varios billones para que empezaran a dar intereses. Las iniciativas del Congreso por construir "vivienda asequible" han desembocado en el desastre financiero que sufrimos hoy. El Congreso apuntala empresas en quiebra como Amtrak o el servicio postal estadounidense con considerables subvenciones a fondo perdido, además de subsidios en forma de deducciones fiscales y derechos de monopolio. No se me ocurre nada que el Congreso haga bien, pero aún así los estadounidenses le piden que asuma un mayor control sobre importantes áreas de nuestra vida.
No creo que la estupidez, la ignorancia o la locura expliquen la estima en la que muchos estadounidenses tienen al Gobierno; es algo más siniestro y quizá incurable. Pondré unos cuantos ejemplos para exponer mi argumento. Muchos estadounidenses quieren que un dinero que ellos personalmente no tienen sea destinado a lo que entienden como buenas causas, como dádivas a granjeros, pobres, estudiantes universitarios, ancianos y empresas. Si cualquiera de ellos le robara por su cuenta y riesgo el dinero a alguien para dárselo a un granjero, un universitario o un anciano, sería perseguido por ladrón y encerrado una buena temporada a la sombra. Sin embargo, si consiguen que el Congreso haga esencialmente lo mismo a través de los impuestos se les ve como personas compasivas y humanitarias. En otras palabras, a la gente le encanta el Gobierno porque éste, aunque carente de autoridad moral o constitucional, tiene el poder legal y físico para quitarle la propiedad a un estadounidense y entregársela a otro.
El inesperado problema de este programa de gobierno es que según el Congreso vaya ampliando sus poderes para para coger lo que pertenece a unos con el fin de dárselo a otros, eso que el presidente Obama llama "extender la riqueza", habrá cada vez más personas queriendo participar del saqueo. Al final, esta espiral producirá algo que ninguno de nosotros quiere: un control absoluto sobre nuestras vidas.
La trayectoria en la que nos embarcamos, en nombre del bien, resulta familiar. Los nefastos horrores del nazismo, el estalinismo y el maoísmo no se iniciaron en la década de los años 30 y 40 con los hombres asociados a esos nombres. Semejantes horrores no fueron sino el resultado de una larga evolución de unas ideas que condujeron a la consolidación del poder en el Gobierno central en aras de la "justicia social". En Alemania condujo a la Ley Habilitante de 1933, cuyo nombre oficial era Ley para remediar los peligros que acechan al Pueblo y al Estado. ¿Quién podía estar en contra de una solución para aliviar los problemas? Alemanes decentes pero equivocados, que se habrían echado a temblar sólo de pensar en lo que la Alemania Nazi estaba a punto de convertirse, sucumbieron al carisma de Hitler.
Los estadounidenses de hoy, tentados, puede que encantados, por discursos repletos de carisma, están cediendo mucho poder a Washington, y al igual que los alemanes de entonces están construyendo el caballo de Troya que permitirá la entrada de un futuro tirano.
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