Por Ivan Eland
Se exacerba el debate entre los expertos respecto de si aumentar o no al ya incrementado número de efectivos de la “guerra por necesidad” de Barack Obama en Afganistán—un debate aparentemente distante de la opinión pública estadounidense que se ha vuelto totalmente en contra de librar el conflicto. Ocurre que incluso en sus mejores momentos, Washington puede encontrarse aislada del resto del país y del mundo. En la actualidad, la ciudad imperial—y la mayor parte de los políticos, tanto demócratas como republicanos, que la conducen—parecerían estar recreando un episodio de la incomprensible serie televisiva Lost.
En la antigua república americana, los políticos habrían considerado suicida el hecho de acrecentar una guerra en contra de los deseos del público. Incluso durante Vietnam, cuando Lyndon B. Johnson llevó a cabo su masiva escalada, la guerra no era todavía impopular. Aún enfrentando el gélido viento de la oposición popular y con muy pocas probabilidades de ganar (lo que sea que ello signifique) la guerra afgana, los generales estadounidenses es probable que soliciten, y que se les conceda, más tropas que los 21.000 efectivos ya adicionados.
Un ejemplo de la profundidad del delirio en la administración Obama es la conocida preocupación acerca de la segunda escalada realizada por Robert Gates, el secretario de defensa de Obama y uno de los miembros más astutos de su bastante pobre equipo de política exterior. Gates ha alarmado, un tanto surrealistamente, que si aún más efectivos estadounidenses son adicionados a los 68.000 que ya se encuentran allí, podrían ser vistos como una “fuerza de ocupación”. Aparentemente, incluso Gates no ha procesado las sonoras y reiteradas protestas del pueblo y del gobierno afgano sobre los civiles asesinados por los ataques aéreos de los EE.UU.. Noticia de último momento: Los Estados Unidos ya son vistos como un ocupante foráneo y el titiritero detrás del corrupto y ahora fraudulento gobierno afgano de Hamid Karzai. Varios expertos afirman que los Estados Unidos perdieron la Guerra de Vietnam debido a que el corrupto gobierno de Vietnam del Sur respaldado por los EE.UU. perdió la legitimidad popular. Los EE.UU. pueden ahora encontrarse en un aprieto similar en Afganistán.
Hoy día, las alucinaciones de Washington compiten con las del fiasco de Bahía de Cochinos—cuando los exiliados cubanos respaldados por los EE.UU. fueron dejados a su suerte en la playa para que se defendiesen por sí mismos durante su fallida invasión, en virtud de que el Presidente John F. Kennedy les negó el empleo de la cobertura aérea tanto propia como estadounidense a fin de mantener en secreto la participación de los Estados Unidos. No importaba que todos en el hemisferio ya sabían que los EE.UU. estaban entrenando a la fuerza invasora en América Central, porque el New York Times había publicado varias historias sobre el tema.
La fuerza de ocupación estadounidense en Afganistán no solamente está irritando a los afganos, también está alimentando allí el resurgimiento del Talibán y agravando el auge de la militancia islamista en un Paquistán nuclearmente armado. En ambos casos, el percibido entremetimiento de los “infieles” sobre suelo musulmán está intensificando la resistencia.
El conocimiento por parte de los guerrilleros de que el centro de gravedad del conflicto—la opinión popular en el país que invade—ha sido irremediablemente perdido por Obama, así como también que sus desventajas en el terreno, el fanatismo y una población afgana que considera a la presencia estadounidense como una ocupación, excederán probablemente a la voluntad estadounidense de combatir.
Uno pensaría que Obama no tendrá otra alternativa que reducir sus esfuerzos militares en Afganistán y Paquistán a algo más manejable, pero que también fuese menos contraproducente en la lucha contra al-Qaeda. Pero sus “expertos” lo han convencido de que esas naciones se convertirán nuevamente en refugio para los ataques de al-Qaeda contra los Estados Unidos.
El problema con esta lógica defectuosa es que casi cualquier “Estado fallido” del mundo—tal como Somalia o Sudan—precisará ser reconstruido de un modo similar o podría convertirse en un refugio para al-Qaeda. Una política así sobre estira aún más a unas fuerzas armadas estadounidenses ya excesivamente extendidas e inflama a los militantes islamistas en todas partes.
En su lugar, los EE.UU. podrían emplear a las agencias de aplicación de la ley, la inteligencia, los aviones radio-controlados, los misiles crucero y tal vez una ocasional incursión de las Fuerzas Especiales para neutralizar a al Qaeda, así como también pagarles a los caciques locales para que suministren información de inteligencia sobre al-Qaeda o evitar que proporcionen refugio a sus agentes. Los Estados Unidos han utilizado exitosamente dichas técnicas para mantener a raya a al-Qaeda desde el 11 de septiembre. Osama bin Laden es probable que se encuentre en Paquistán, no en Afganistán; y el Talibán no es al-Qaeda, el verdadero adversario que debe ser neutralizado. Desafortunadamente, los Estados Unidos han ido más allá de estas tácticas de “pisada ligera” y se han apartado de su objetivo principal y dedicado a la edificación de una nación y la interdicción/erradicación de la droga.
La administración Obama, aparentemente más analítica y pragmática que la ideológica administración Bush, puede eventualmente percatarse de que las lúgubres realidades exigen una reducción de tropas y un enfoque menos contraproducente para luchar contra el terror. Pero para entonces, será la guerra de Obama y los republicanos a la sazón lo tentarán a quedarse por más tiempo al empezar a preguntar, “¿Quién perdió la guerra?”—en gran medida como etiquetaron a Harry Truman como quien había perdido China. Por supuesto, en su primer día en el cargo, si Obama hubiese sido verdaderamente astuto, habría declarado que tanto la de Afganistán como la de Irak fueron dos guerras innecesarias de Bush y convocado a una rápida retirada de las tropas estadounidenses. No hizo esta sabia movida, pero aún hay tiempo para un cambio de actitud.
Traducido por Gabriel Gasave
Ivan Eland es Asociado Senior y Director del Centro Para la Paz y la Libertad en The Independent Institute en Oakland, California, y autor de los libros Recarving Rushmore: Ranking the Presidents on Peace, Prosperity, and Liberty, The Empire Has No Clothes, y Putting “Defense” Back into U.S. Defense Policy.