Anne Louise Germanie Necker fue tal vez de todos los tiempos la mujer que más contribuyó a establecer cenáculos y reuniones de gran jerarquía para el debate de ideas en Europa. Sus obras completas ocupan diecisiete tomos incluyendo su abultada correspondencia. Sus libros más difundidos son De la influencia de las pasiones en los individuos y en las naciones, Reflexiones sobre la paz y Consideraciones sobre la Revolución Francesa, además de sus escritos sobre literatura y viajes, ensayos sobre la ficción y sus conocidas novelas Delfina y Corina. A los trece años escribió un resumen del Espíritu de las leyes de Montesquieu.
Mostró una muy especial reverencia por las libertades de las personas: “No hay valor mayor que el respeto por la libertad individual, lo cual constituye el principio moral supremo”. Consideraba que la tolerancia religiosa formaba parte de la columna vertebral de la sociedad civilizada: “La intolerancia religiosa es lo más peligroso que pueda concebirse para la convivencia pacifica”.
En prácticamente todas sus biografías que fueron muchas (por ejemplo, Albert Sorel, Vivian Folkenflik, John Isbell, Maurice Levaillant, David L. Larg, P. Gautier, Wayne Andrews y Madeleyen Gutwirth) se destaca un dicho que recorría los distintos medios de la época: “Hay tres grandes poderes en Europa: Inglaterra, Rusia y Madame de Staël”.
Sus arraigados principios liberales, su carácter firme pero afable, sus cuidados modales, su sentido del humor y su don de gente la hacían especialmente propicia para el manejo de los encuentros intelectuales, todos ordenados con temas generalmente prefijados y tratados en profundidad en los que se hacía uso de la palabra por riguroso turno. Algunas de las figuras más prominentes que asistieron a sus encuentros fueron Gothe, Schiller, Chateaubriand, Edward Gibbon, Voltaire, Diderot, D´Alambert, Byron, Wilhem von Schelenger, Talleyrand y el más cercano y célebre de todos: Benjamin Constant.
Se la conoció como Madame de Staël debido a su temprano casamiento con quien era embajador suizo en Francia, el Barón Erik Magnus Staël von Holstein, de quien se separó legalmente a poco andar. Su padre -Jacques Necker- fue ministro de finanzas de Luis xiv y ella participó con entusiasmo en los primeros tramos de la Revolución Francesa antes de la época del terror, abogando por una monarquía constitucional y una legislatura bicameral. Más adelante fue perseguida por la policía bonapartista y exiliada en varias oportunidades en Rusia, Suecia e Inglaterra y también se refugiaba en el palacio familiar en Coppet a orillas del lago Lemán.
Deslumbraba a sus contertulios y sus muchos amigos por su inteligencia, su coraje y su refinamiento (por otro lado, en una carta que le dirigió a Madame Récamier se lee que “Daría la mitad de la inteligencia que me atribuyen por la mitad de la belleza que usted posee”). En su análisis sobre la literatura estampa la tesis luego tan desarrollada en cuanto a que lo escrito sobre cualquier tema es siempre material autobiográfico: “Cuando uno escribe para dar curso a la inspiración interior que embarga el alma, uno revela en sus escritos, aun sin quererlo, hasta los menores matices de la propia manera de ser y de pensar:”
Staël se mofaba de aquellos que visitan una biblioteca y preguntan si el titular ha leído todos los libros, confundiendo una biblioteca con una colección de novelas detectivescas o con quienes compran por el color del lomo a los efectos meramente decorativos, sin percibir que, en su mayoría, las obras ubicadas en los anaqueles de una buena biblioteca son para consulta e investigación y no para leer de corrido. Ernst Gombrich, el inigualable estudioso del arte, escribe en su Ideales e ídolos. Ensayos sobre los valores en la historia y en el arte que “Todos estamos familiarizados con quienes visitan nuestras bibliotecas y nos preguntan, estupefactos, si hemos leído todos esos libros, y nos vemos obligados a confesar que compramos algunos de ellos, no para leerlos, sino para utilizarlos, [...] aquellos que están acostumbrados a bibliotecas no necesitan tales explicaciones”.
Debido a la poderosa influencia que ejerció sobre Madame de Staël el antes mencionado Benjamin Constant, es pertinente detenernos a considerar aunque más no sea brevemente el núcleo de algunas de sus ideas centrales. En primer término la concepción de la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos” (luego tan bien desarrollada por Foustel de Coulanges) para diferenciar la simple participación de la ciudadanía en los negocios públicos del respeto irrestricto a las libertades individuales.
Conviene ilustrar el aspecto medular de sus pensamientos con sus propias palabras a través de las siguientes cuatro citas:
- “Esta libertad [la de los antiguos] se componía más bien de la participación activa en el poder colectivo que del disfrute pacífico de la independencia individual; e incluso para asegurarse esa participación, era necesario que los ciudadanos sacrificasen la mayor parte de este disfrute.”
- “Cuando no se imponen límites a la autoridad representativa, los representantes del pueblo no son en absoluto defensores de la libertad, sino candidatos a la tiranía; y cuando la tiranía se constituye es, posiblemente, tanto más dura cuanto los tiranos son más numerosos.”
- “La soberanía del pueblo no es ilimitada; está circunscrita a los límites que le señalan la justicia y los derechos de los individuos. La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto [...] El asentimiento popular no podrá legitimar lo que es ilegítimo, puesto que un pueblo no puede delegar una autoridad de la que carece.”
- “Los ciudadanos poseen derechos individuales independientes de toda autoridad social o política, y toda autoridad que viola esos derechos se hace ilegítima. Los derechos de los ciudadanos son la libertad individual, la libertad religiosa, la libertad de opinión en la cual interviene y está comprendida la publicidad, el disfrute de la propiedad, la garantía contra todo lo arbitrario. Ninguna autoridad puede atentar contra esos principios sin desgarrar su propio título.”
Madame de Staël pasa a la historia como la persona de más destacadas aptitudes para reunir mentes esclarecidas y debatir cuestiones que hacen a los fundamentos de la sociedad abierta. Sus contribuciones y su fortaleza de ánimo aún resuenan en imaginarios salones en los que las discusiones y los intercambios de opiniones reflejan el ansia por contener las siempre desbocadas avalanchas del poder.
Como buena liberal, Germanie Necker sostenía que las fronteras cumplían el solo propósito de delimitar países a los efectos de evitar la monumental concentración de poder que surgiría de un gobierno universal. Con razón mantenía que el fraccionamiento y la dispersión vía el federalismo dentro de las fronteras proporcionaba un reaseguro adicional a las extralimitaciones de los aparatos políticos y, a su vez, era una notable expositora de la libertad de comercio.
Sin duda se hubiera contrariado mucho al comprobar que en nuestro mundo, a través de un inaudito trasvestismo conceptual y una alarmante acrobacia verbal, se instauró el pasaporte, aquel documento que Salvador de Madariaga y Milton Friedman consideraban una clara expresión totalitaria. Muy probablemente hubiera coincidido con J. Harper cuando en su libro Identity Crisis señala que el peor de los mundos para la seguridad es que los gobiernos centralicen todo en un solo documento puesto que con falsificarlo los criminales tienen todas las puertas abiertas, lo cual “presenta el mismo riesgo si los aparatos estatales nos obligaran utilizar una sola llave para nuestra caja fuerte, nuestro domicilio, nuestra oficina y nuestro automóvil, en lugar de abrir la posibilidad de muchas llaves e identificaciones cruzadas de las que proporciona en competencia el mundo de los negocios”.
Asimismo, se hubiera disgustado mucho con la existencia de la figura del “inmigrante ilegal” propia de regimenes opresivos. Desde luego que nuestra autora no tuvo que vérselas con aquella contradicción en términos denominada “estado benefactor” cuyos “servicios gratuitos” naturalmente están siempre colapsados y demandan más recursos de los contribuyentes. Pero esto no debería servir de pretexto para bloquear los movimientos migratorios libres (salvo antecedentes delictivos o enfermedades infecciosas). Si bien es cierto que el problema reside en el “estado benefactor” y no en los inmigrantes, se debería impedir que estos recurran a los referidos “servicios gratuitos” para no agravar la situación fiscal y simultáneamente debería eximírselos de aportes que impliquen el descuento del fruto de sus trabajos para mantener esas prestaciones (con lo que serían ciudadanos libres como muchos de nosotros desearía ser). Por último, en aquellos tiempos tampoco se esgrimía la peregrina idea de que en un mundo donde los recursos son escasos y las necesidades ilimitadas, los inmigrantes restan posibilidades laborales a sus congéneres en lugar de ver que liberan ofertas de trabajo para otras tareas hasta ese momento imposibles de encarar (igual que ocurre cuando se introduce un método de producción más eficiente).
En todo caso, los principios sustentados por este espíritu noble y perseverante en sus principios liberadores son más necesarios que nunca en la época en que nos ha tocado vivir. Madame de Staël me recuerda la notable creatividad de Aldous Huxley y este punto de la inmigración lo conecto con las agudas observaciones de este último personaje sobre la idea de nación en La situación humana que disipan el espíritu xenófobo: “Ahora nos corresponde considerar brevemente esta pregunta ¿cómo se defina un país? […] No pedemos decir que un país sea una población que ocupa un área geográfica determinada, porque se dan casos de países que ocupan áreas vastamente separadas […] No podemos decir que un país está necesariamente relacionado con una sola lengua, porque hay muchos países en que la gente habla muchas lenguas […] Tenemos la definición de una país como algo compuesto de una sola estirpe racial, pero es harto evidente que esto resulta inadecuado, aún si pasamos por alto el hecho de que nadie conoce exactamente que es una raza […] Por último, la única definición que la antigua Liga de Naciones pudo encontrar para una nación es una sociedad que posee los medios para hacer la guerra”.
Luego de muchas y muy variadas experiencias europeas, Madame de Staël concluyó que las acciones bélicas siempre resultaban en graves prejuicios para todas las partes involucradas y que, lo mismo que sostuvieron enfáticamente los Padres Fundadores en Estados Unidos, tarde o temprano se traducirían en el desmesurado agrandamiento en el tamaño del Leviatán cuyas deudas y desórdenes de diversa naturaleza finalmente comprometerían severamente las libertades individuales por las que ella abogó toda su vida. Se inclinaba a la postura al principio civilizado de actuar como “ciudadanos del mundo” cuyos únicos enemigos declarados eran los que rechazaban la libertad, en cuanto al resto, le resultaba irrelevante la nacionalidad, el color de la piel o la religión siempre que el interlocutor se basara en los valores universales del respeto recíproco.
Ese respeto recíproco a los diversos modos de ser civilizado o cultivado o, dicho más directamente, entre diversas culturas, se puso de manifiesto magníficamente en el último de los congresos convocados por la gran Victoria Ocampo (el paralelo sudamericano de la Staël) que se llevó a cabo en su domicilio en Buenos Aires (San Isidro). En esa ocasión, el Padre Ismael Quiles expresó que “Veo una analogía muy profunda entre el diálogo de las culturas -que podríamos llamar diálogo intercultural- y el diálogo interpersonal […puesto que] se trata de expresiones de una misma esencia humana […] como cada cultura refleja una parte limitada, resulta que las culturas son complementarias”. Por su parte, Germán Arciniegas afirmó: “Creo que lo importante en el reconocimiento de las culturas no reside en señalar las identidades y semejanzas, sino más bien las desemejanzas. Lo que interesa no es llegar a fórmulas universales totalitarias en cuanto a cultura, sino a una tolerancia en que se respeten los distintos estilos”. Y las palabras finales en aquella reunión estuvieron a cargo de Víctor Massuh -quien fuera mi distinguido amigo- que en esa ocasión se refirió a la capacidad de “trasmigrar hacia otra cultura” enriqueciendo la propia, es decir, “una genuina instalación en la propia y un conocimiento amoroso de las restantes”. Es que como señala Thomas Sowell la cultura no es algo estático sino cambiante en un proceso de enriquecimiento permanente para lo cual juegan un rol decisivo otras culturas y perspectivas. En este contexto y para otra instancia del proceso de evolución cultural donde no exista el riesgo de un gobierno universal con su inexorable y peligrosa concentración de poder, es que Borges insistía en que “Vendrán otros tiempos en que seremos cosmopolitas, ciudadanos del mundo como decían los estoicos, y desaparecerán como algo absurdo las fronteras”.