Bien es sabido que a los pueblos no sólo se los conoce a través de su historia, su arte o su geografía. La mayor parte de las veces nos bastará con saber acerca de su comportamiento cotidiano, de esas pequeñas cosas que hacen a su vida de todos los días, para formarnos una opinión sobre ellos.
Si este es el parámetro de conocimiento tomado en cuenta por quienes visitan Argentina, me entristece pensar cuál será la conclusión a la que arriben sobre los argentinos.
Gran parte de sus habitantes desconocen totalmente lo que significa el término convivencia, no saben en verdad cómo se debe vivir cuando se está en compañía de otros.
Un simple paseo por alguna ciudad del país bastará para observar la absoluta falta de respeto que existe por la propiedad, tanto pública como privada. Es difícil hoy día hallar alguna pared, monumento, columna de alumbrado, semáforo o una mera baldosa , que no haya sufrido una y otra vez la mano de alguno de los barbaros urbanos que la habitan. Partidos políticos, clubes deportivos, sindicatos y aquellos meros amantes del grafiti que a título personal contribuyen a afear las ciudades, son parte de esa fauna deleznable. Practicando una especie de prosa al paso éstos últimos parecen empecinados en obligar a los demás a cohabitar con la mugre.
En épocas electorales puede observarse un horripilante fenómeno que con el paso del tiempo ha ido ganando adeptos locales. Me refiero a esos trapos de pisos gigantes, con piolines en sus extremos, bautizados “pasacalles”, cuyo monopolio las reglamentaciones reservan a favor de los partidos políticos en épocas de campaña. Parecería que a los burócratas no les bastaba con otorgarle a esas agrupaciones el monopolio de la oferta electoral, enrareciendo así el sistema republicano de gobierno, sino que consideraron que a fin de ser congruentes con ello, debían concederles también la patente de corso para llenar de roña las urbes.
Es sumamente llamativo observar como eco-terroristas nativos tienen interrumpido desde hace años el transito a través de un puente internacional que comunica a la Argentina con su vecina república “hermana” del Uruguay (Dada la situación, francamente a los orientales les convendría ser hijos únicos) en protesta por una supuesta contaminación del rio homónimo causada por una planta de celulosa charrúa. Estos individuos hacen un bochinche fenomenal protestando contra una actividad empresarial perfectamente lícita y nada dicen del monóxido de carbono que por toneladas absorben los pulmones de sus coterráneos gracias al vetusto transporte público, ni del criminal que enciende un cigarrillo en un ambiente cerrado, importándole un bledo los bronquios del prójimo, ni respecto de ese mal tan arraigado entre sus compatriotas que es la impuntualidad, que sin darse cuenta les arrebata impunemente parte de sus vidas. Para no mencionar las toneladas y hectolitros de deposiciones caninas que hacen de las calles de su "terruño" un gigantezco y nauseabundo tablero de un ajedrez apestoso ni de la horrpilante contaminanción sonora que alcanza niveles intolerables para la salud auditiva y mental de un ser un humano promedio.
Por supuesto que están también aquellos que consideran que sus derechos terminan donde comienzan los de los demás. A ellos, les resulta sorprendente ver el infinito alcance de los derechos de muchos argentinos, los cuales parecieran no reconocer límite alguno, ni siquiera los de su propia conciencia.
Esta absoluta desconsideración para con el prójimo, no es atribuible a un nivel cultural determinado. No solamente son las hordas de embrutecidos piqueteros que tienen secuestrada la movilidad y el libre tránsito por las calles, las que actúan contra natura. Cada tanto aparecen también la huestes de pseudo "gauchos" que cuando les tocan el bolsillo, no titubean en jorobarle la vida a los demás con algun refinado tractorazo (Eso sí, jamás los veremos protestar con similar frenesí contra el tipo de cambio elevado de manera ficticia mediante la generación de inflación ni porque la República se aleja cada vez más de las ideas alberdianas). Es frecuente ver también el estado deplorable en que se encuentran las escuelas y universidades del país, ya no sólo a causa de la ineficiencia estatal que ha destrozado el sistema educativo en aras de hacerlo “popular y democrático”, sino fruto del salvaje desprecio que muchos de los que transitan por sus edificios tiene para con su segundo hogar.
Tal comportamiento desaprensivo se hace más evidente aún a la hora en que muchos argentinos se suben a sus automóviles. Recorrer en auto las calles argentinas es una experiencia que no difiere mucho a transitar por Kabul con los ojos vendados: en ambos casos uno nunca sabe de dónde va a venir el impacto.
El fumar en lugares públicos, el arrojar papeles en el suelo, aún cuando muchas veces se tenga un cesto al alcance de la mano, el pretender utilizar a la ciudad toda como si fuese una gran cartelera, etc., son conductas que los argentinos deberían desterrar para siempre, en pos de una mejor calidad de vida para todos.
Es obligación de aquellos que no desean acostumbrarse a vivir de este modo, señalarle a aquellos inadaptados que su proceder no es el correcto y el bregar porque estas actitudes no queden impunes.
Mientras gobernaba despóticamente la Argentina en las décadas del 40 y 50, Perón solía manifestar que “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”. En 1973, tras su regresó al país desde España, el autascendido a general pergeñó una nueva consigna: “Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”.
Al igual que todas sus otras patrañas voluntaristas, esta tampoco ressultó ser cierta. Más bien, todo lo contrario