Se dice que tras el desempeño de todo hombre que se destaca hay una gran mujer, lo cual es habitualmente cierto pero en el caso que nos ocupa no solo se encuentra quien estuvo casada con Robert LeFevre durante más de cuarenta años sino, de modo muy especial, otras tres mujeres extraordinarias que influyeron intelectualmente de modo decisivo y determinante sobre el.
Se trata de Rose Wilder Lane (1886-1968), periodista estadounidense que trabajó para varios periódicos y revistas entre los que se destaca el Saturday Evening Post y como corresponsal en Vietnam de la revista Women´s Day. Fue ella la que bautizó como “movimiento libertario” a quienes defendían la libertad individual, escribió, entre otros muchos trabajos, el conocido opúsculo Give Me Liberty y el muy difundido e inconcluso libro The Discovery of Freedom . En esta última obra puntualiza los enormes beneficios de la sociedad libre y como durante la mayor parte de la historia del hombre no se conocía el significado de ser libre puesto que se estaba sujeto a alguna autoridad, primero a los dioses paganos del politeísmo y luego a los monopolios de la fuerza llamados gobiernos. Explica que el experimento de Estados Unidos brindó la posibilidad de otorgarle la adecuada dimensión a la dignidad del ser humano con las insistentes recomendaciones de los Padres Fundadores de la necesidad de vigilar y desconfiar del poder político, de lideres carismáticos y de mayorías ilimitadas.
La segunda fue Isabel Paterson (1886-1961) canadiense de origen pero que vivió en New York la mayor parte de su vida. Fue editora del New York Herald Tribune y, entre otros libros, autora de The God of the Machine que contiene estudios filosóficos, históricos y económicos. En esta obra, la autora pone de relieve con singular maestría los fundamentos de la liberad y la responsabilidad individual. Allí plantea los peligros del poder político debido a los mecanismos que le son inherentes y abre caminos a la consideración de otras vías para la producción y ejecución de normas civilizadas. Se detiene a escudriñar el origen de las diversas concepciones en los sistemas de educación y , como primera medida, señala la importancia de apartar por completo a los aparatos estatales de esa esfera de tanta trascendencia. Reflexiona sobre el significado de las obras filantrópicas y la degradación de la noción de caridad cuando no es realizada voluntariamente y con recursos propios y, en este contexto, elabora sobre aquella contradicción en los términos conocida como “Estado Benefactor” que tanto daño ha producido especialmente a la gente de menores recursos. En la misma línea, la tercera mujer, Margaret Fuller (1810-1850), había escrito profusamente consolidando y reforzando el genuino feminismo del que había abierto cauces en el siglo anterior la extraordinaria Mary Woollstonecraft.
Las contribuciones de aquellas tres mujeres son inseparables de los notables aportes de Robert LeFevre quien retoma las preocupaciones planteadas por ellas en cuanto a la naturaleza del gobierno y desarrolla la idea hasta sus últimas consecuencias, aunque, como sucede en todas las ramas del conocimiento, éstas fueron posteriormente tratadas en términos modernos y más sofisticados por muchos otros autores. Es cierto que mucho antes habían cuestionado la institucionalización de la fuerza desde el costado liberal Etienne de La Boétie en 1576 y Gustave de Molinari en 1849 y, posteriormente, por momentos, Herbert Spencer y, con más constancia en este punto, Benjamin R. Tucker, Josiah Warren y Lysander Spooner también en la era decimonónica, pero en el siglo veinte, después de aquellas dos mujeres que, como decimos, abrieron las avenidas en los años cuarenta, aparece incuestionablemente la figura de Robert LeFevre que en los cincuenta comenzó a transitar y profundizar las huellas.
Esta última personalidad habría de marcar un rumbo muy hondo en una nueva vertiente en la tradición liberal que ya no sería abandonada sino expandida y completada por académicos de fuste (aunque, en rigor, nada se completa en las esferas del conocimiento donde todo es corroboración provisoria sujeto a refutaciones en un arduo tránsito que no tiene término). LeFevre cursó sus estudios secundarios en Washburn High School en Minnesota y universitarios en Hamline University. Trabajó como periodista radial y posteriormente televisivo en California y en Florida hasta que se mudó a Colorado donde fue responsable editorial de la Gazette Telegraph y fundó su célebre Freedom School para lo que convocó a profesores permanentes y visitantes de prácticamente todas partes. Dos de sus libros son muy consultados por los interesados en esta vertiente de la tradición de pensamiento a que nos venimos refiriendo: The Nature of Man and his Government y su voluminoso The Fundamentals of Liberty .
Como es sabido, ningún liberal que se precie de tal dirá que se ha llegado a un punto final en la evolución de las ideas. El autoperfeccionamiento es tarea constante sin que los humanos podamos llegar nunca a una meta final. De lo que se trata es percatarse que cada persona ha venido a esta tierra no para deambular, alimentarse y copular como las bestias salvajes sino para contribuir a que el mundo sea un poquito mejor con su presencia. Y no se trata simplemente de ser bueno en el sentido de no robar, no asesinar, ir todos los días a la oficina, acariciar a los niños y darle de beber a los ancianos. Eso no es ni remotamente suficiente. Se trata de usar los instrumentos que caracterizan al ser humano y de poner el granito de arena para vivir civilizadamente al efecto de permitir el progreso moral y material. No es cuestión de aceptar todo lo nuevo, ni mucho menos el pretender hacer tajos abruptos en la historia, pero si de escuchar, tamizar, debatir, digerir y decidir si lo que se propone es conveniente o inconveniente. En este contexto es que resulta fértil prestar atención y meditar cuidadosamente sobre las reflexiones y propuestas de LeFevre.
Aquél autor se pregunta si el problema no consistirá en el monopolio de la fuerza y no en las personas elegidas para ocupar ese espacio en cuyo contexto la cita a la mencionada Isabel Paterson quien ilustra la situación asimilándola con el manejo de la guillotina, en el sentido que cualquiera sean las intenciones de quien la opera el resultado es por todos conocido: en otros términos, no es una cuestión de personas sino de instrumentos. Se pregunta si no serán los incentivos naturales sin la auditoria de la competencia lo que necesariamente causa problemas. Se pregunta sobre las diferencias con otros bienes y servicios en cuanto a lo que ocurre si se le otorga un monopolio a un verdulero. Se pregunta si a través de seguros en competencia por seguridad y justicia no se resolverán las diferencias como ocurría en tiempos de la República romana y parte del Imperio, y, sobre todo, durante largos períodos del common law inglés en los que los fallos de jueces -muchas veces seleccionados por las partes- establecían precedentes en un proceso de descubrimiento del derecho, ya que el origen del Poder Legislativo es, precisamente, la administración del monopolio de la fuerza, que luego se desnaturalizó en la fabricación de legislación para muchos otros propósitos ajenos a su misión inicial. Se pregunta sobre la posibilidad de reducir por parte de otras agencias e incluso juzgar in absentia a quienes se niegan a contar con seguros o contratar agencias de seguridad y justicia o incumplen sus compromisos (tal como ocurría principalmente en Irlanda desde el siglo vi hasta mediados del siglo xvii, en Islandia desde el año 900 al 1200 de nuestra era y en el pueblo de Israel después de Samuel y antes de los Reyes).
En esta línea que comenzó con el decimonónico y antes mencionado Gustave de Molinari, modernamente está profundizada a la luz de las nuevas contribuciones por autores tales como Anthony de Jasay, Bruce Benson, Randy E. Barnett, Leslie Green, Bruno Leoni, Murray N. Rothbard, David Friedman, Jan Narvenson, David Schmidtz, Morris y Linda Tannehill, Robert W. McGee, Walter Block, Hans-Hermann Hoppe y Howard H. Harriot quienes han explorado muy diversos andariveles desde el punto de vista jurídico, filosófico, histórico y económico, comenzando por la contra-argumentación a los enfoques de los bienes públicos, las externalidades, los free riders, el dilema del prisionero, la ultima ratio, las confusiones en torno a la llamada “tragedia de los anticomunes” y la selección adversa y el riesgo moral en el contexto de la asimetría de la información (incluso desde el campo opuesto a la tradición liberal en el sentido clásico de la expresión, es de interés consultar la obra más difundida de Robert Paul Wolff especialmente en lo que se refiere a la noción de autonomía individual).
Dichas lecturas resultan viandas de mucho interés para quienes se dedican a estos temas, lo cual, de más está decir, no implica el compartirlas, de lo que se trata es de abrir debates al efecto de minimizar los problemas del abuso del poder que inicialmente han intentado sortearse a través del federalismo al efecto de evitar los riesgos de las mayorías compactas. Se trata de revisar la idea de la posibilidad efectiva de contar con “buenas leyes” en el contexto del monopolio de la fuerza debido a las dificultades de operar en un proceso abierto y competitivo de descubrimiento de las mejores normas de convivencia civilizada donde se saca partida del conocimiento disperso y fraccionado en lugar de concentrar ignorancia (además de los incentivos al cohecho, a la influencia de los intereses creados y demás corruptelas habituales). Se trata de pensar en la conformación de una Res Privatus en lugar de la Res Publice con que tantas personas soñaron poder establecer para que la ratio plebis no sustituya y devore a la ratio legis a través de una supuesta limitación al monopolio de la fuerza.
Para este y para cualquier caso, es indispensable despejar telarañas mentales características de las ideologías, entendidas éstas no como un simple conjunto de ideas tal como lo establece el diccionario sino como algo inexpugnable, pétreo y cerrado, lo cual constituye la antítesis del espíritu liberal (en este sentido, hace ya mucho tiempo publiqué en La Nación de Buenos Aires un artículo titulado “El liberalismo como anti-ideología”). En cualquier caso, el tránsito de una posición autoritaria a una de libertad debe llevarse a cabo en la medida en que exista la comprensión suficiente del significado de una sociedad abierta. Como no resulta congruente alegar “derechos adquiridos” contra el derecho (de la misma manera que hubiera resultado aberrante que los productores de cámaras de gas del sistema criminal nazi de exterminación de judíos demandaran no desmantelar y continuar con sus tareas abominables para no verse afectados al modificarse la legislación que permitía tamaña monstruosidad), la rapidez del cambio dependerá de la referida comprensión de valores y principios compatibles con la libertad y el consiguiente respeto recíproco y no del a todas luces injustificado derecho adquirido, como si se pudiera adquirir lícitamente el “derecho” a aniquilar el derecho.
Recordemos que Hayek expresó en las doce primeras líneas del primer tomo de Law, Legislation and Liberty que hasta el momento los esfuerzos del liberalismo clásico por limitar el poder desembocaron en un completo fracaso. En el tercer tomo de la misma obra aquel autor ensaya otra utopía: la que bautizó como “demarquía” al efecto de agregar nuevos recaudos para sujetar al Leviatán. Tal vez haya llegado el momento de mirar en otra dirección para evitar los abusos del poder político. Tal vez debamos hacer un esfuerzo para convencer a ilustrados y buenos amigos liberales que el empecinamiento en lograr distintos efectos con las mismas causas es una faena que no conduce a buen puerto, precisamente para preservar el ideario liberal. No es asunto de quienes sean los que ocupan cargos en el monopolio de la fuerza ni de instruirlos a que se comporten como si no fueran monopolistas, sino de los incentivos perversos que genera todo monopolio legalmente impuesto. Por mi parte he escrito un libro, le he dedicado un capítulo de otro, dos ensayos y varios artículos sobre el tema que espero hayan servido de algo (además de algunos pocos seminarios paralelos a mis clases).
Además de las contribuciones académicas en línea con el espíritu liberal, debe tenerse en cuenta la acelerada evolución tecnológica que, si bien presenta riesgos de la pesadilla orwelliana, abre nuevas posibilidades para evitar el uso de la fuerza contra el derecho. Esto último, circunscripto a los aspectos tecnológicos, puede verse, por ejemplo, en el último capítulo del libro de Frances Cairncross The Death of Distance (Harvard Business School Press), el quinto capítulo del libro de James D. Davison y William Rees-Mogg The Sovereign Individual. How to Survive and Thrive During the Collapse of the Welfare State (Simon & Schuster) y el ensayo de David Friedman “Why Encription Matters” (www.daviddfriedman.com). Todo esto para defenderse de avalanchas como las marxistas, sobre las que en su momento Alexander Solzhenitsyn cuestionaba en su célebre carta a la burocracia soviética: “como puede una doctrina tan desacreditada y en bancarrota aún conservar tantos seguidores en Occidente” (según Richard Armour, la obra cumbre de Marx no debió titularse Das Kapital sino Quitas Capital).
De todas maneras, cabe señalar que Robert LeFevre ha sido un pionero contemporáneo en mirar el problema desde un costado distinto. Una dosis de lateral thinking es una gimnasia útil para el entrenamiento en analizar situaciones desde muy diversos ángulos, sin apresurarse a adoptar medias en una u otra dirección. Esta disposición mental permite climas de corroboraciones y refutaciones en dirección al progreso del conocimiento. Recordemos que John Stuart Mill insistía que toda idea buena pasa indefectiblemente por tres etapas: ridiculización, discusión y adopción y, como he apuntado en otras ocasiones, Ernst Cassirer-quien ha sido profesor en las Universidades de Oxford, Berlín, Yale y Columbia- concluye que los estudiosos de filosofía política del futuro constatarán cambios radicales en los sistemas adoptados, los cuales observarán “del mismo modo que miran los químicos modernos a los alquimistas de la antigüedad”.
Los daños crecientes que provocan los aparatos estatales son irreparables en las vidas de los gobernados, y no se trata de ser condescendientes con los victimarios, porque como ha escrito en un contexto más amplio Adam Smith en su obra de 1759, “la misericordia hacia el culpable equivale a la crueldad hacia el inocente”. Mientras, es interesante adoptar la sugerencia que enfatiza el Juez Andrew Napolitano en cuanto a la completa abrogación de todas las inmunidades, protecciones y fueros de los gobernantes que usan de escudo para llevar a cabo sus múltiples fechorías y aprovechamientos por su condición de monopolistas de la fuerza.
Una de las maneras por las que los aparatos estatales estafan a los gobernados es vía la deuda pública. No solo es este un instrumento que daña el patrimonio de futuras generaciones las cuales, en los sistemas prevalentes, ni siquiera han participado en el proceso electoral para elegir al gobernante que contrajo la deuda, sino que se defrauda a los acreedores depreciando el valor de la moneda en la que fue emitido el compromiso. Otra vez, como también escribió Adam Smith, esta vez en 1776, respecto a este procedimiento inmoral: “El expediente a que con mayor frecuencia se ha acudido para disfrazar una bancarrota pública efectiva bajo la apariencia de un pago simulado […] Semejante pago sería una simple simulación y los acreedores de la nación se verían estafados”.
El problema aparece cuando se endosa la responsabilidad personal en “el líder” (palabreja que remite a los Hitler, Mussolini y Stalin del planeta). Cada uno de nosotros debe liderar su conducta. Hay un sticker que dice “Cuando la gente lidera, el líder viene detrás” (es decir, este último es batido, desaparece, se ve obligado a abdicar cuando las personas están a la altura de su dignidad), lo cual está ilustrado y resumido en otro sticker que en alguna medida apunta a la raíz del problema, en el que se lee: “No robe, el gobierno detesta la competencia”. Thomas B. Macaulay, desde Inglaterra, en un correo dirigido a R. H. Randall en Estados Unidos, el 23 de mayo de 1857, en el contexto de la preocupación de los Padres Fundadores por los posibles excesos de la democracia (que pretendieron mitigar con la descentralización de mayorías a través del fraccionamiento del poder a que apunta el federalismo, sobre cuya declinación, entre otros, se ocupó Clarence B. Carson), consignó que “Hace mucho que estoy convencido que las instituciones puramente democráticas, tarde o temprano destrozarán la libertad, la civilización o ambas a la vez”.
En momentos de escribir estas líneas, en Bolivia, Evo Morales -que ganó elecciones hace unos días con el 63% de los votos- reitera que, tal como lo prometió en campaña, establecerá un sistema socialista: este es uno de los ejemplos que se vienen acumulando del totalitarismo vía las urnas. Al fin y al cabo, todo lo que se necesita en el contexto de mayorías compactas es levantar la mano en le recinto legislativo y barrer con los contralores republicanos y el sistema federal en vista de los incentivos centrípetos que proporciona el establecimiento del monopolio de la fuerza. Es entonces de interés explorar otras direcciones y debatir desapasionadamente distintas variantes para contar con la producción y ejecución de normas de convivencia civilizada.
Tocqueville escribió que “En aquella sociedad francesa del siglo dieciocho que estaba por caer en el abismo, nada todavía trasmitía advertencias de declinación” a lo que Acton comenta a continuación de aquella cita que transcribe: “Resulta sorprendente que un gran escritor [como Tocqueville] fuera traicionado por un error de ese calibre” puesto que “la aristocracia estaba degradada y la gente agotada por impuestos y guerras”. En nuestro mundo, resulta apropiado hacer un alto en el camino y evaluar cuidadosamente las alternativas antes que resulte tarde y las sociedades se transformen en un inmenso Gulag, del mismo modo que estuvo a punto de ocurrir con el terror de la contra-revolución francesa, el bonapartismo y otros episodios más graves del siglo veinte, que en nuestro siglo los megalómanos se ocultan tras ropajes de democracia.
La única manera en la que pueden abrigarse justificadas esperanzas de que se resguarden, se cuiden y se alimenten las delicadas y frágiles características de la civilización consiste en abrir ventanas de par en par para que ingrese aire fresco en un proceso evolutivo que mejore posiciones anteriores, en un contexto de honestidad intelectual e integridad moral donde no haya censura ni autocensura para hablar claro y en voz alta sobre lo que se estime verdadero, sin ambigüedades ni rodeos de ninguna especie. Para ello, es menester adoptar el hábito saludable de un ejercicio constante para fortalecer el espíritu del cuestionamiento, combatir cerrazones mentales, deshacerse de prejuicios y nociones pétreas y saber escuchar, leer sin patinar sobre las letras y explorar con la debida atención las diferentes contribuciones al efecto de encontrarse en las condiciones más razonables que resulten posibles para seleccionar los elementos de juicio de mayor fertilidad disponibles al momento. Como queda dicho, esta actitud intelectual permite incorporar porciones crecientes de conocimientos en el mar de ignorancia en que nos encontramos los humanos.