Por Mary Anastasia O'Grady
En las noticias sobre Haití de las dos últimas semanas, las imágenes de un afligido Bill Clinton han sido casi tan constantes como las de las propias víctimas del terremoto. El ex presidente estadounidense parece aparecer donde quiera que uno mire y expresar su dolor y prometer que transformará a su fundación en la piedra angular de un amplio esfuerzo de reconstrucción.
Cuando Clinton recorrió la devastación la semana pasada, el diario Miami Herald describió que estaba "con los ojos llenos de lágrimas". Se trata de una descripción más apropiada de cómo podrían terminar los haitianos si Clinton se hace cargo de la recuperación del país, como aparentemente pretendería.
Según fuentes al tanto, ya corre el rumor de que Clinton ha sido designado extraoficialmente por la comunidad de ayuda multilateral como el conducto por el cual deberá pasar cualquiera que desee participar en la reconstrucción del país. "Eso significa", me dijo una persona, "que si no se tiene conexiones con Clinton, no se podrá ser parte del juego".
Una persona a la cual se le confía tanto poder debería tener antecedentes impecables y los de Clinton no están ni cerca de serlo. De hecho, la última vez que ofreció "ayudar" a Haití apoyó a un déspota corrupto que hizo negocios con demócratas clave y dejó al país más empobrecido, desprovisto desde el punto de vista institucional y plagado de violencia política.
En 1991, sólo ocho meses después de asumir la presidencia, Jean Bertrand Aristide fue alejado del poder mediante un golpe militar. La acción fue precipitada por el desacato de Aristide por el frágil estado de derecho en Haití, incluido el uso de violencia matonesca para intimidar y asesinar a sus opositores políticos.
Luego de su salida, Aristide necesitaba dinero. Lo consiguió cuando el ex presidente estadounidense George H.W. Bush le liberó los activos haitianos guardados en EE.UU. con el argumento de que él era el gobierno en el exilio.
La principal fuente de esos fondos eran los pagos que las empresas de telecomunicaciones estadounidenses realizaban al monopolio telefónico estatal, Teleco, para terminar las llamadas a Haití. Desde su exilio en Georgetown, Aristide retiró esos fondos gubernamentales, que según algunas estimaciones llegaron a los US$50 millones para hacer lobby por su regreso al poder. Entre sus contactos más influyentes se encontraba Michael Barnes, un ex congresista demócrata cuya firma de abogados llegó a recibir US$55.000 mensuales de su cliente haitiano.
Un par de años de repartir el dinero haitiano en Washington consiguió el efecto deseado. En 1994, Clinton llamó a los militares de EE.UU. para reponer a Aristide en la presidencia. Cuando su mandato terminó en 1996 y René Préval asumió como presidente, Aristide siguió siendo el poder detrás del trono.
Los haitiano se quejaron amargamente durante años sobre sus abusos de los derechos humanos y la corrupción, y muchos de sus seguidores educados se alejaron de él a medida que sus tácticas se volvieron más claras. Pero la administración Clinton nunca hizo nada para que rectificara el rumbo.
En febrero de 2001, Aristide afirmó haber sido reelecto en un proceso que los observadores internacionales calificaron como un fraude y que la Organización de los Estados Americanos se negó a certificar. Los haitianos estaban enojados, pero tuvieron que pasar otros tres años hasta que ese descontento estallara. Finalmente, en febrero de 2004, Aristide fue expulsado del país.
Con la esperanza de recuperar activos robados, el gobierno interino que se hizo cargo presentó una demanda civil contra Aristide en 2005 en una corte federal del estado de Florida del sur. El documento acusaba a Aristide que haber saqueado las arcas fiscales y establecer planes con "ciertas" telefónicas estadounidenses a las que les había "concedido tarifas significativamente reducidas por servicios brindados por Teleco a cambio de comisiones, que redujeron esas tarifas aún más". Alegaba que una de las empresas que hizo pagos a "ciertas empresas en el extranjero" era Fusion Telecommunications.
El contrato de Fusion debería haber sido público, pero la empresa trató de bloquear su divulgación cuando le pedí una copia a la Comisión Federal de Telecomunicaciones de EE.UU. Con razón. Reveló que la empresa tenía un acuerdo especial con Teleco de 12 centavos el minuto cuando la tarifa oficial era de 50 centavos.
El pacto con Fusion es interesante porque la empresa era dirigida por Marvin Rosen, el ex director de finanzas del Partido Demócrata. Entre los miembros de la junta directiva estaban Joseph p. Kennedy II y el ex jefe de gabinete de Clinton, Mack McLarty.
La ruta de telecomunicaciones entre EE.UU. y Haití es una de las más congestionadas del Hemisferio Occidental y este contrato que perjudicó la competencia era llamativamente lucrativo. También despojaba al gobierno haitiano de importantes recursos. Como establece la demanda judicial: "Los ingresos de Teleco eran la principal fuente de las urgentemente necesitadas divisas extranjeras de Haití".
El resultado final aquí es que la actividad clintonista en Haití no era el trabajo de extranjeros profundamente comprometidos con el bienestar de un país que sufría desde hacía tiempo. En cambio, capitalizaron la posibilidad de ganar dinero al usar el poder del gobierno.
Ahora es el momento de romper con ese hábito. Como me dijo un haitiano, si el país alguna vez va a desarrollarse necesita "depender menos de amiguismo y más de la transparencia y los vastos recursos de la comunidad de haitianos que viven en otros países". Eso descalificaría a Bill Clinton.