Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Con Sebastián Piñera en la presidencia, el desarrollo económico y la democratización de Chile recibirán un fuerte impulso y consolidarán el progreso integral de la sociedad chilena que, desde la caída de la dictadura de Pinochet hace veinte años, es el más profundo que ha conocido América Latina.
Curiosamente, su victoria no es una recusación de Michelle Bachelet. La presidenta de Chile sale del poder con 81% de popularidad, la más alta que haya merecido al dejar el gobierno un mandatario chileno. Interesante sutileza la del electorado de Chile: premia con su afecto a la primera mujer que llegó a La Moneda y reconoce su honestidad, su empeño en las tareas de gobierno, sus esfuerzos sobre todo para promover a la mujer y superar los prejuicios que frenaban su participación en la vida económica y política. Y, a la vez, decide que ha llegado la hora de la alternancia, abriéndole a la oposición de derecha el acceso al poder, luego de cuatro lustros de gobierno de los partidos de izquierda y centro izquierda de la Concertación. Hacía 52 años que un candidato de aquella tendencia no ganaba unas elecciones en Chile: el último fue Jorge Alessandri en 1958.
El balance de estos veinte años de la Concertación en el poder es excelente. Chile ha desmontado los aparatos represivos y las leyes de excepción de la dictadura, iniciado un proceso de reparación y desagravio de las víctimas, y, a la vez, preservado los grandes lineamientos de una política económica que ha dado a Chile un despegue económico notable, que ha reducido la pobreza de un 42% a un 13% —el avance social más acusado en toda América Latina—, hecho crecer la clase media, atraído inversiones del mundo entero y dotado a Chile de una estabilidad y solidez institucionales comparables a las de las democracias occidentales de punta.
La izquierda que ha gobernado el país estos últimos veinte años no ha sido la misma que subió al poder con la Unidad Popular y Salvador Allende. Aquella creía en la revolución y en el socialismo, no en la democracia liberal, y su modelo era la Cuba de Fidel Castro. Su política de nacionalizaciones y de desenfreno fiscal provocó una inflación estratosférica, caos y empobrecimiento generalizado, lo que hizo posible el golpe militar y la sanguinaria dictadura de Pinochet. La Concertación aprendió la lección y ha gobernado con espíritu democrático, resucitando la vieja tradición legalista chilena, reconstruyendo el Estado de derecho y las libertades públicas, a la vez que manteniendo la economía de mercado y el aliento a las inversiones así como la disciplina fiscal. La apertura de Chile al mundo ha sido también acelerada.
Pero veinte años en el poder son muchos años y la Concertación había perdido el brío, comenzaba a abotargarse y en los últimos años se había descubierto incluso algunos casos de corrupción, infrecuentes en la vida política chilena. Con buen olfato una mayoría electoral —ajustada, es cierto: solo 3,5% de ventaja para Piñera— decidió que había llegado la hora de la alternancia, principio democrático por excelencia.
La derecha que llega a La Moneda con Sebastián Piñera no es tampoco la derecha cavernaria, autoritaria y conservadora que representaba el gobierno de Pinochet. Cuando este dio el golpe, en 1973, Sebastián Piñera estaba en la Universidad de Harvard. Cuando regresó a Chile trabajó en la Cepal —entonces, de línea izquierdista y promotora de la catastrófica política de “sustitución de importaciones y desarrollo hacia adentro”— y fue, en todas sus intervenciones cívicas, opuesto a la dictadura militar. Estuvo contra la Constitución impuesta por el régimen militar y durante el plebiscito de 1988 participó activamente con la oposición demócrata-cristiana por el “No”, campaña que dirigió y contribuyó a financiar de su propio bolsillo.
Conozco a Sebastián Piñera desde hace unos treinta años y, además de tener una energía que fatiga a su entorno, me consta que es un demócrata y un liberal convencido, enemigo de toda forma de autoritarismo y empeñado en profundizar la libertad en todos los dominios de la vida social. También, una persona tolerante y abierta, capaz de coexistir con ideas que discrepan de las suyas si ellas cuentan con apoyo popular. Por eso, no le fue fácil obtener el respaldo en las primarias para su candidatura presidencial por parte de los sectores más conservadores de la Coalición de centroderecha, donde, por ejemplo, algunos militantes de la UDI (Unión Demócrata Independiente) han tragado con dificultad el apoyo de Piñera (que es católico practicante) a medidas como la píldora del día siguiente y las uniones legales entre parejas gay.
Las grandes reformas que Sebastián Piñera ha prometido no van a trastornar los principios básicos de democracia política y económica de mercado, sobre los que, por fortuna para Chile, existe un firme consenso entre la izquierda y la derecha chilenas. Pero sí van a inyectar a este modelo un viento de renovación y modernización en temas como la educación, la protección del medio ambiente, la revolución tecnológica en los campos de la comunicación y la globalización, que equipen al país para la competencia en los mercados internacionales en los que Chile se ha insertado ya más y mejor que ningún otro país latinoamericano. Él ha ofrecido audaces reformas en Codelco (la Corporación Nacional del Cobre), como abrir parcelas de la explotación y servicios a la participación de las empresas privadas, y, todavía algo más importante, retirar el canon de 10% que reciben las Fuerzas Armadas, cuyo financiamiento, ha dicho, debería proceder de otra fuente.
Durante mi breve estancia en Chile tuve ocasión de conocer a algunos de los 37 “Grupos de Tantauco”, en su gran mayoría jóvenes profesionales y técnicos salidos de las mejores universidades chilenas y extranjeras que, bajo la dirección de un eminente economista, Cristián Larroulet, director del Centro de Estudios Libertad y Desarrollo, vienen preparando desde hace dos años el plan de gobierno de la Coalición para el Cambio y adiestrando a los equipos para implementarlo. Me impresionó el rigor de las ideas y proyectos y el entusiasmo con que las mujeres y hombres jóvenes que trabajan en este plan se han comprometido, si es necesario, a abandonar sus trabajos bien rentados en las empresas privadas para dedicarse en el gobierno de Piñera a hacer de Chile un país del siglo XXI.
En el contexto latinoamericano, la victoria de Sebastián Piñera es un serio revés para el comandante Hugo Chávez, de Venezuela, y el grupete de países que, bajo su liderazgo —Cuba, Nicaragua, Bolivia y Ecuador— pretenden imponer en América Latina el modelo autoritario y populista —“El socialismo del siglo XXI”— que, en estos días de colapso del agua, la energía y los alimentos en las tierras venezolanas, muestra ya sus frutos. El gobierno de Piñera —lo ha dicho él con claridad en su primera conferencia de prensa luego de la elección— va a reforzar y dar un nuevo aliento a los países que, como México, Costa Rica, Panamá, Colombia, el Perú, Uruguay y Brasil, defienden la cultura democrática y resisten la ofensiva autoritaria que, desde Caracas, se propone retroceder al continente al colectivismo, el estatismo y la demagogia populista.
Es casi un milagro que en un país latinoamericano haya ganado la Presidencia de la República en elecciones libres un empresario como Piñera cuyo patrimonio se calcula en más de mil millones de dólares. Nada es tan típico del subdesarrollo como la satanización del empresario, considerándolo un explotador, corruptor y enemigo de los pobres. Un indicio de lo avanzado que está Chile sobre el resto del continente es que los electores chilenos parecen haber comprendido que un empresario privado, si tiene éxito en buena ley, es decir en un régimen de legalidad y libre competencia —no gracias a tráficos mercantilistas ni privilegios monopólicos— es fuente de creación de empleo y de riqueza y que sus éxitos revierten sobre el conjunto de la sociedad.
El día que nos despedimos en Santiago, tres días antes de la elección, pregunté a Sebastián Piñera cuál querría que fuera su mejor contribución en el gobierno si ganaba las elecciones. “Dar un impulso decisivo a nuestro plan de ocho años, para crecer a un promedio de 6% anual, algo perfectamente realizable. Si lo conseguimos, la renta per cápita, que es ahora de 14 mil dólares se habrá incrementado a 24 mil. Habremos alcanzado a Portugal”. Chile habrá dejado entonces el subdesarrollo y será el primer país de América Latina en incorporarse al primer mundo.