Por Alberto Benegas Lynch (h)
Hace pocos días leí un meduloso e interesante artículo de Manuel Hinds -que inspiró las presentes líneas, lo cual no implica en modo alguno que el autor suscriba todas mis reflexiones- sobre una conferencia pronunciada por Francis Fukuyama el 8 de enero del corriente año en la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Económico y Social. Le escribí al ingeniero Hinds solicitando el texto de marras quien muy amablemente me lo proporcionó.
Como es sabido, la fama del conferencista de referencia se debe a un muy difundido ensayo publicado en 1989 que luego se transformó en libro sobre “el fin de la historia”, cuya tesis central es un marxismo al revés: sostiene que a partir del derrumbe del Muro de Berlín, inexorablemente el mundo se encamina hacia la democracia liberal y la economía de mercado. Tremendo y peligroso error. Nada en el terreno humano es inexorable, todo depende de lo que cada uno de nosotros seamos capaces de hacer cotidianamente. La historia está plagada de muertes y resurrecciones. De allí es que Thomas Jefferson ha dicho que “El precio de la libertad es la eterna vigilancia” y Karl Popper nos ha advertido de los peligros inherentes al historicismo y sus fallidas “leyes de la historia”. Paul Johnson escribe que “Una de las lecciones de la historia que uno debe aprender, por más que resulte desagradable, es que ninguna civilización puede darse por sentada; siempre hay una era oscura esperando a la vuelta de cada esquina”.
En la citada conferencia, Fukuyama dice que se abstiene de dar recetas económicas porque no es economista sino “cientista político”. A decir verdad, esto se nota a las claras pero, a pesar de sus afirmaciones, se zambulle en análisis económico con lo que no solo confirma su propia declaración de no entender economía sino demuestra que no sabe en que consiste la economía de mercado y, más grave aún, por su especialidad, no conoce el significado cabal de la democracia.
Vamos a comentar en orden inverso estos dos capítulos fundamentales. Respecto de la democracia, Fukuyama admite con mucha razón que, por ejemplo, los gobiernos de Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela “han utilizado este poder democrático para cambiar el verdadero significado de la democracia”. He recordado en otras oportunidades el pensamiento de Juan González Calderón en cuanto a que “los demócratas de los números” ni de números entienden ya que se basan en dos ecuaciones falsas: 50% + 1% = 100% y 50% - 1% = 0%. Es cierto que al decir de Giovanni Sartori, se vulneran los postulados elementales de la democracia donde no hay respeto a las minorías. Benjamin Constant ha proclamado que “los ciudadanos poseen derechos individuales independientes de toda autoridad social o política y toda autoridad que vulnere estos derechos se hace ilegítima […] La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto”, idea que proviene de Cicerón: “El imperio de la multitud no es menos tiránica que la de un hombre solo, y esa tiranía es tanto más cruel cuanto que no hay monstruo más terrible que esa fiera que toma la forma y el nombre de pueblo”.
Ahora bien, cuando Fukuyama profundiza su idea resulta que “para consolidar la democracia se necesita una agenda social” la cual consiste en “redistribuir ingresos vía fiscal” a los efectos de eliminar las desigualdades que conducen a la “iniquidad” (el problema de Chávez no sería que tenga un plan para los pobres sino que “está mal pensado”) y, finalmente, para contrarrestar nuestros males deben fortalecerse los organismos internacionales.
Este discurso es el lugar común de la socialdemocracia que tanto daño ha llevado a cabo a los marcos institucionales de la sociedad abierta. El punto central consiste en comprender que la condición natural del hombre es la miseria, las hambrunas y las pestes. Se necesita mucho esfuerzo para salir de esa condición (todos provenimos de las cavernas, cuando no del mono). El fruto del trabajo ahorrado permite encarar inversiones que hacen de apoyo logístico para contar con equipos de capital que, a su turno, hacen posible aumentos en la productividad y, consecuentemente, en los salarios e ingresos en términos reales. La diferencia de salarios de un pintor de brocha gorda de La Paz respecto a Vancouver no son decretos gubernamentales sino diferentes tasas de capitalización. No es que el empresario canadiense sea más generoso que su par boliviano, es que está obligado a pagar salarios más elevados. Las referidas tasas de capitalización hacen que resulte imposible contar con servicio doméstico en Estados Unidos, no es que el ama de casa estadounidense no le gustaría contar con ese apoyo, es que, para ese fin, debería sacar trabajo empleado en tareas por las que se remuneran de modo tal que le resulta imposible mejorar la oferta.
La verdadera agenda social no es la que sugiere Fukuyama sino marcos institucionales civilizados y respetuosos de los derechos de propiedad al efecto de maximizar las inversiones y, por ende, los salarios. Esa es la diferencia entre Uganda y Alemania. No es que el alemán trabaje más, por el contrario, trabaja menos y en condiciones más confortables que su colega ugandés, la explicación radica en el volumen de capital per capita.
Hayek ha explicado que “La igualdad de normas generales de conducta es el único tipo de igualdad que conduce a la libertad y la única que podemos asegurar sin destruir la libertad” y Ludwig von Mises enfatiza que “La desigualdad de los individuos en lo que respecta a los patrimonios e ingresos es una característica esencial de la economía de mercado”. Como ha expresado Robert T. Barro “El determinante de mayor importancia en la reducción de la pobreza es la elevación de promedio [ponderado] del ingreso de un país y no el disminuir el grado de desigualdad”. Es que las desigualdades son consecuencia de las votaciones en el plebiscito diario en el mercado. Las desigualdades resultan de desiguales productividades y, por ende, son fundamentales, precisamente, por las razones antes apuntadas, para mejorar los salarios de los más necesitados.
Estos serios desconceptos de Fukuyama en cuanto a la necesidad de gravar con impuestos más altos a quienes rinden más perjudica la condición social de los relativamente más pobres. Veamos, por ejemplo, el caso de los impuestos progresivos. Tomemos el caso de los que recaen sobre las ganancias. Tres son los efectos más contundentes de este tipo de gravámen. Primero, es un impuesto regresivo ya que afecta de modo más severo a quienes obtienen menores ingresos debido a que las tasas de inversión mermarán (todos pagan impuestos, especialmente aquellos que nunca vieron una planilla fiscal quienes se hacen cargo del tributo vía menores salarios). Segundo, es un privilegio para los ricos ya que en la pirámide patrimonial los que se ubicaron en el vértice están eliminando de la carrera a los que vienen trabajosamente escalando la pirámide desde la base (cuanto más progresiva sea la alícuota más se bloqueará la tan indispensable y saludable movilidad social). Y tercero, el impuesto progresivo altera las posiciones patrimoniales relativas que tienen lugar debida a las indicaciones del consumidor en el mercado (distorsión que no tiene lugar con los impuestos proporcionales).
Las redistribuciones significan volver a distribuir por la fuerza lo que voluntaria y pacíficamente había distribuido el mercado (aunque tal vez sea mejor abandonar el uso de la expresión “distribución” puesto que como dice Thomas Sowell “los ingresos no se distribuyen, se ganan”). James M. Buchanan apunta que “mientras los intercambios se mantengan abiertos y mientras la fuerza y el fraude queden excluidos, aquellos sobre lo cual se acuerda es, por definición, aquello que puede ser clasificado como eficiente”.
Fukuyama dice -siempre en la conferencia comentada- que la desigualdad deriva de la herencia colonial española pero no distingue la rapiña de los servicios prestados en el mercado. Juan Bautista Alberdi ha destacado que “Después de ser máquinas del fisco español, hemos pasado a serlo del fisco nacional: he aquí todo la diferencia. Después de ser colonos de España, lo hemos sido de nuestros gobiernos patrios.” Esa es la herencia nefasta (de paso, en lugar de “agendas sociales” recordemos que Alberdi también escribió “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra.”).
Lo que no menciona Fukuyama es la iniquidad que producen los empresarios prebendarios amigos del poder que hacen negocios en los despachos oficiales, los cuales al obtener mercados cautivos y otros privilegios perjudican gravemente a los habitantes de un país y se constituyen en verdaderos explotadores de los más pobres. Esta es una preocupación liberal que data del célebre trabajo de Adam Smith publicado en 1776.
Por último, Fuhkuyama considera que la democracia se fortalece en la medida en que se afirman organizaciones mundiales y se lamenta que no se haya llegado a un consenso sobre el calentamiento global en la reciente conferencia de Copenhagen. Pero parece no percatarse, por un lado, que el tratamiento de temas ecológicos basados en las figuras de los “derechos difusos” y la “subjetividad plural” apuntan a la liquidación del derecho de propiedad y, por otra, la controversia respecto al agujero de ozono, tema en el que numerosos científicos opinan que en algunas partes la capa de ozono se ha engrosado y allí donde se ha perforado hace que los rayos ultravioletas que tocan la superficie marina provoquen nubes de altura, lo cual produce un enfriamiento del planeta.
En cuanto a las organizaciones mundiales, he escrito mucho sobre los antecedentes truculentos de los dirigentes máximos de las Naciones Unidas y sobre los lamentables resultados de prácticamente todas sus intervenciones (incluido el estatismo extremo de organismos afiliados como la CEPAL y la FAO). Por su parte, Anna Schwartz, Peter Bauer, Melvin Krauss, Karl Brunner y tantos otros economistas han demostrado las políticas destructivas que provienen de instituciones como el FMI con préstamos a gobiernos corruptos y donde le Leviatán avanza a pasos agigantados que ahuyentan a sus mejores cerebros y a sus capitales, sistemas que se consolidan merced a las carradas de dólares que reciben a tasas de interés inferiores a las de mercado y con prolongados períodos de gracia. Asimismo, Fukuyama se congratula que se haya pasado del G-7 al G-20. Parecería que no estuvo atento a lo ocurrido en las dos últimas reuniones, la de Londres y la de Pittsburgh, donde gobernantes variopintos (liderados por el ahora baluarte del mundo libre) decidieron acentuar los “salvatajes” inmorales de arrancar coactivamente recursos al fruto del trabajo ajeno para financiar a empresarios ineptos e irresponsables, seguir alegremente con gastos siderales, déficit astronómicos y endeudamientos insostenibles (lo cual incluye una patética monetización de la deuda y la intensificación de compras de hipotecas sin las garantías suficientes).
En resumen, estimo que es desafortunado visitar una nación donde tantos buenos amigos realizan nobles faenas para que se comprenda el eje central de la libertad y que se debate en innumerables dificultades, para que personajes como Fukuyama, conciente o inconcientemente camuflados bajo el ropaje liberal, difundan recetas archisabidas y recalcitrantes, es decir, declamar la propiedad privada (con una verba por momentos indigente) pero en los hechos recomendar que el aparato estatal ejecute ingeniería social de la más baja estofa. Porque como ha escrito James Madison “El gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Este es el fin del gobierno, sólo un gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo”.