El arresto de 10 miembros de un grupo perteneciente a una iglesia que trataba de “rescatar” a 33 niños haitianos de las secuelas del terremoto contrabandeándolos a través de la frontera con la República Dominicana tiene amplias implicancias para la política exterior de los EE.UU.. La deshonra infringida por el grupo a los sustánciales y loables esfuerzos humanitarios estadounidenses en Haití es lamentable. Pero la arrogancia de sencillamente ignorar el Estado de Derecho en los países extranjeros es una rica tradición estadounidense, practicada por el gobierno de los EE.UU., así como también por misioneros como estos.
El líder del grupo parece haber ignorado deliberadamente las advertencias sobre llevar a los niños a través de la frontera sin cumplir con las leyes de los países involucrados. Cualquier argumento de que la grave situación humanitaria demandaba esta violación de la ley tropieza con el hecho de que más de un orfanato de Haití se negó a entregar los niños al grupo porque todo olía al tráfico de menores. Además, la credibilidad del grupo fue socavada porque su líder sostuvo que todos los niños provenían de orfanatos y fueron abandonados, cuando sin embargo muchos de ellos tenían al menos un progenitor vivo.
Incluso si el grupo quería el bien—definir esto es difícil porque uno podría sospechar que el grupo deseaba erradicar las prácticas tradicionales religiosas haitianas del menú espiritual de los niños, además de la mera provisión para la satisfacción de sus necesidades físicas—ignoró la ley de manera arrogante, aún después de ser advertido por un funcionario de que no lo hiciera. Esta arrogancia, en nombre de “ayudar” a las personas, tiene una larga historia en la política exterior estadounidense.
La actual política exterior de los EE.UU. de trabajo social militarizado—iniciada por William McKinley durante la Guerra Española-Estadounidense, perfeccionada por Woodrow Wilson en América Latina en los años previos a la Primera Guerra Mundial y perpetuada por Harry Truman y sus sucesores después de la Segunda Guerra Mundial—se encuentra en verdad enraizada en la tradición misionera de convertir a los pueblos paganos al cristianismo. Eventualmente, esos misioneros comenzaron a solicitar la protección militar.
En última instancia, el gobierno de los EE.UU. relevó a los misioneros y sustituyó a la conversión religiosa por la institución de la democracia en el exterior. Lamentablemente, la arrogancia y los aspectos militares de la política no cambiaron.
Actualmente el gobierno de los EE.UU. viola sistemáticamente las leyes de otros Estados para llevar a cabo ejecuciones de sospechosos de ser terroristas (por ejemplo, en Italia), para edificar naciones a punta de pistola (por ejemplo, en Somalia y Bosnia), y para atacar (por ejemplo, los ataques de aviones no tripulados en Pakistán) o invadir a otras naciones (por ejemplo, Irak).
En estos episodios, como en el caso de los misioneros traficantes de niños en Haití, incluso las buenas intenciones no compensan la arrogancia y la violación del Estado de Derecho. Tal comportamiento echa por tierra cualquier buena voluntad para con los Estados Unidos que incluso las mejores intenciones pueden haber generado.
Está bien que los estadounidenses procuren hacer obras buenas en el exterior—si es que no están involucrados otros motivos (y muchas veces lo están)—pero la arrogancia y el desprecio por las leyes, la cultura y las costumbres de otras naciones deben ser dejados en casa.
Traducido por Gabriel Gasave