Por Jorge Castro
Barack Obama presentó esta semana por primera vez su propia versión de la reforma del sistema de salud, cuatro días antes de la convocatoria que realizó a la cumbre bipartidaria (demócrata-republicana), destinada a analizar el punto principal de su agenda doméstica, que afecta a 80% de los estadounidenses y constituye el 18.5% del PBI. Obama apostó su destino político a la aprobación de su propuesta por el Congreso antes de las elecciones de medio término, que tendrán lugar en noviembre de 2010. Si no lo logra, habría que prever una extinción de su respaldo político y la posibilidad de que su presidencia sea de un solo mandato.
"En EE. UU. no hay división de poderes, sino tres fracciones del Estado -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- que luchan por el poder político", señaló George F. Kennan. La razón es que el sistema norteamericano no se creó para concentrar el poder, sino para limitarlo, sobre la premisa de que el gobierno -la dominación- es primordialmente local y sólo accesoriamente nacional. Significa que en EE. UU. las instituciones se crearon para defender las libertades individuales.
Por eso el sistema tiende normalmente a la parálisis, salvo en situaciones de crisis. La cultura cívica es antiestatista y su legitimidad, que surge de la sociedad civil y no del Estado, hondamente antielitista. Un año después de ser elegido por el 53% de los votos, y con su partido en control del Congreso, el respaldo a Obama cayó a 43% y 60% de los norteamericanos rechaza su reforma del sistema de salud. El eje de esta reversión tuvo lugar el 19 de enero de 2010, con la victoria del republicano Scott Brown en el más demócrata de los 50 estados: Massachusetts.
La mera rotación de partidos -el reemplazo de los demócratas por los republicanos, o viceversa- no es un acontecimiento decisivo, ni siquiera relevante, en EE. UU; y mucho menos un nuevo punto de partida histórico.
La mayor parte de las elecciones en EE. UU. ocurren dentro de profundos consensos nacionales. Sólo algunas son de realineamiento y en ellas surgen grandes coaliciones, que provocan un giro en el centro ideológico de gravedad y crean un nuevo consenso, que dura 20/25 años. Así ocurrió en 1932 con Franklin D. Roosevelt y en 1980, con Ronald Reagan.
Sólo en 1980 concluyó la era del "New Deal", lanzado por Franklin D. Roosevelt en el momento más álgido de la depresión de la década del 30. ¿Es EE. UU. ingobernable? Se podría afirmar que sí, o mejor, que en las cuestiones de fondo, de carácter doméstico, sólo es gobernable sobre la base de la regla de la unanimidad, esto es, del consenso. EE. UU. es primero una democracia y sólo accesoriamente, como control y contención de la primera, una república liberal.
Frente a la crisis, el sistema político no se paraliza. En los últimos tres meses de George W. Bush y en los primeros tres de Obama, se aprobó un programa de rescate de 700 billones de dólares para el sistema financiero y otro de 787 billones para estimular la demanda. Las guerras -al menos en su parte inicial- y las crisis económicas impulsan el funcionamiento del sistema con extraordinario dinamismo y unidad; y por eso le otorgan un poder excepcional al Ejecutivo, hasta el punto de crear la ilusión -que es un espejismo- de la "Presidencia Imperial". Los comicios que le dieron la presidencia a Obama no fueron una elección de realineamiento (como las de 1932 o 1980), sino una respuesta a la crisis provocada por el colapso de Lehman Brothers. Desde el punto de vista ideológico sigue vigente el consenso establecido por Reagan.
Obama ha sido herido, probablemente en forma letal, por la legitimidad antielitista y antiestatal del sistema norteamericano. No es una muestra de ingobernabilidad, sino de especificidad, o excepcionalidad.