Por María Zaldívar
La presidencia de Cristina Kirchner se estrenó con un escándalo de corrupción que involucraba a su par venezolano Hugo Chávez y que en la Argentina, lejos de resolverse, sigue aportando detalles vergonzosos. El episodio tiene relación con importantes sumas de dinero en efectivo que se intentaba ingresar irregularmente al país y que fueron detectadas por la autoridad aduanera tras el arribo a Buenos Aires de un avión privado procedente de Venezuela en el que viajaban funcionarios de ambos gobiernos.
La causa judicial, que en Estados Unidos tuvo un trámite de ocho meses, en la Argentina lleva más de dos años. La reciente declaración de un ex embajador en Caracas confirmó el pago de “retornos” a las autoridades como condición inevitable para las empresas argentinas que quisieran comercializar sus productos en Venezuela, situación en la que queda involucrado el ministro de Planificación argentino, Julio De Vido, uno de los hombres del círculo más estrecho del matrimonio Kirchner.
Sucesos como ese son resultado de una forma de administración arbitraria, más propia de las dictaduras que de las democracias. Falta de controles, manejo discrecional de fondos públicos, amistad sobre idoneidad como mecanismo de selección de funcionarios y escasa independencia entre los poderes del estado es ambiente propicio para la proliferación de negociados al margen de la ley.
A ese cuadro se suma, tanto en la Argentina como en Venezuela, la creciente dificultad de acceder a la información, tanto que el deber constitucional de difundir de los actos de gobierno se ha convertido en letra muerta. Muy por el contrario, las máximas autoridades ejecutivas argentinas se niegan a cualquier tipo de control institucional y rechazan airadamente los mecanismos de limitación de atribuciones propios de toda república.
La Argentina se resiste a reconocer que las sociedades se construyen alrededor de un sistema de valores, leyes y premisas conocido y respetado por todos los habitantes y prefiere depositar su suerte en personas aún cuando hace décadas que la receta le es singularmente adversa.
Desde la aparición del dictador Juan Domingo Perón, hace más de medio siglo, hasta el presente insiste con los personalismos de los que no ha obtenido más que pobreza, incultura, violencia, conflictos sociales en variada gama y por supuesto, más desigualdad, la misma que dice combatir. Sólo así se explica la persistencia de los índices de un retroceso que empezó en 1930 junto con el aumento de la mortalidad infantil y de la deserción escolar, casi a la par de los de criminalidad y pobreza e indigencia. Desde entonces no fue posible revertir esas cifras que cuantifican en lo económico el empobrecimiento institucional de la Argentina. La desintegración de los partidos políticos es el corolario de un proceso de canibalismo que favorece exclusivamente al peronismo, única fuerza sobreviviente.
Por estos días el poder ejecutivo encabezado por Cristina Kirchner está embarcado en un decidido embate contra el Congreso, ha criticado sin reparos al máximo tribunal de justicia del país mientras libra una batalla diaria contra el periodismo independiente. Y hasta polemiza con los representantes del clero toda vez que la iglesia católica hace alguna declaración respecto de su preocupación por los niveles de pobreza y marginalidad en permanente aumento. En igual sentido, la administración Kirchner mantiene con el mundo una relación desprovista de cordialidad y se resiste a adoptar los modos de participación universalmente establecidos. Sus únicos y auténticos aliados son Venezuela, Cuba, Ecuador y Bolivia, gobiernos de similar corte autoritario con los que comparte una suerte de ideología latinoamericanista, algo así como un socialismo “anti-imperialista” pasado de moda y fundamentalmente, enfrentado a Washington.
Lejos de solucionar las cuestiones, igual que los mandatarios amigos, aplica el mecanismo de avivar los conflictos y a puro enfrentamiento instalaron en sus respectivos países un clima de crispación que también es ajeno a la convivencia en libertad.
La Argentina de Kirchner y la Venezuela de Hugo Chávez son expresiones fallidas de democracia. La persistente decisión de ambos países de mantenerse aislados del desarrollo global sólo se explica en la enfermedad del populismo que los consume. A diferencia del resto de Occidente que se levantó de los escombros de las guerras mundiales con energía creadora y un decidido compromiso con la libertad, en el sur del continente americano hay quienes aún se empeñan en el atraso endémico como herramienta indispensable para perpetuarse en el poder.
María Zaldivar es Licenciada en Ciencias Políticas (UCA) y periodista.