Por Carlos Escudé
Por primera vez en décadas, ha tomado estado público una crisis en la alianza entre Estados Unidos e Israel. Se desencadenó el 9 de marzo, cuando en el transcurso de una cordial visita del vicepresidente norteamericano, Joseph Biden, el Ministerio del Interior israelí anunció que construiría 1600 nuevas viviendas en Jerusalén oriental. La medida, inaceptable para los palestinos porque implica una negativa a devolver ese territorio ocupado, fue interpretada como una dura afrenta por el gobierno de Barack Obama.
Para demostrar en forma pública que se sentía oficialmente ofendido, Biden llegó 90 minutos tarde a la comida que esa noche le ofreció el primer ministro Benjamin Netanyahu. Poco después, el 12 de marzo, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, calificó el comportamiento israelí como un insulto para Estados Unidos. La jefa de la diplomacia norteamericana mantuvo una conversación telefónica de cuarenta minutos con Netanyahu en la que, según la agencia Reuters, le dijo que aunque los vínculos entre ambos países son "fuertes y duraderos" es Israel el que debe dar marcha atrás para reparar las relaciones. Punto seguido, le recordó la asimetría de la alianza, observando que es crucial para la seguridad de Israel.
Estos intercambios erizaron a los sectores más proisraelíes de la sociedad norteamericana, que percibieron un peligro incipiente para la estabilidad de la alianza. El 12 de marzo, la conocida Liga Antidifamación (ADL) emitió un comunicado en el que expresó consternación frente a los acontecimientos: "Estamos escandalizados y estupefactos ante el tono de la descalificación pública de Israel realizada por nuestro gobierno (?). No podemos recordar una instancia en que se hayan lanzado palabras tan duras contra un amigo y aliado de los Estados Unidos".
A su vez, el influyente Aipac (American Israel Public Affairs Committee), que es el lobby oficial pro Israel, emitió un comunicado el 14 de marzo en el que expresó su alarma por la "escalada retórica", enfatizó los fundamentos estratégicos y axiológicos irrenunciables de la alianza, exhortó a poner paños fríos en el diferendo y aconsejó que las diferencias entre las partes se dirimieran en forma privada. También divulgó las elocuentes declaraciones a favor de Israel firmadas por los principales senadores y representantes de ambos partidos, que también exhortaron a la discreción.
No obstante, el escaso alcance de estos documentos, suscriptos el 19 de marzo, se refleja en que la crisis bilateral no le hizo perder un solo voto a Obama en la reñida votación por su polémica reforma del sistema de salud, realizada el 21 de marzo en la Cámara baja. Y, mostrando una vez más que el lobby de Israel es menos poderoso de lo que sus adversarios suponen, cuando el 23 de ese mes Netanyahu visitó a Obama, ninguna de las partes había modificado su postura. No hubo fotos ni reuniones con la prensa. Tampoco se emitió el habitual comunicado conjunto. El único acuerdo parece haber sido mostrarle al mundo, con estos austeros gestos, que nadie había dado marcha atrás.
Las razones de la impasse son comprensibles. Los gobiernos defienden intereses nacionales, y los intereses de Estados Unidos e Israel no son totalmente convergentes. El gobierno israelí considera que, debido a su necesidad de afianzar su frágil seguridad, su soberanía sobre Jerusalén oriental es irrenunciable. A su vez, el gobierno norteamericano ejerce responsabilidades que van mucho más allá del conflicto entre Israel y los palestinos, y entiende que debe cuidar un conjunto más complejo de intereses.
Por cierto, según informes de diversas fuentes confiables (entre ellas, la Liga Antidifamación), apenas desencadenada la crisis Biden le disparó a Netanyahu: "Lo que ustedes están haciendo perjudica la seguridad de nuestras tropas en Irak, Afganistán y Paquistán. Nos somete a peligros y hace peligrar la paz regional".
Según aclaraciones posteriores, el vicepresidente norteamericano considera que la opinión pública en esos países es fácilmente inflamada por toda actitud que se perciba como una manifestación de insensibilidad frente al predicamento palestino. Como la alianza entre Washington y Jerusalén es parte del folklore popular, toda queja contra Israel se extiende automáticamente a Estados Unidos. Esto dificulta la acción de las tropas norteamericanas, sometiéndolas a riesgos adicionales.
Pero a pesar de su lógica interna, este tipo de razonamiento alarma a los segmentos de la opinión pública estadounidense que más simpatizan con Israel. Ejemplo de ello es un artículo del 11 de marzo de Abraham H. Foxman, director nacional de la Liga Antidifamación, que lamenta esas palabras del vicepresidente afirmando con candor: "Este es el tipo de retórica que consigue exactamente lo que el Sr. Biden ha tratado cuidadosamente de evitar: vincular el conflicto israelí-palestino a los desafíos más amplios que enfrenta Estados Unidos en Medio Oriente, lo que conduce innecesariamente a un cuestionamiento del papel de Israel como nuestro aliado".
Estas palabras reflejan un tumultuoso mar de fondo. Hasta hace pocos años, el cuestionamiento de la alianza israelí-norteamericana estuvo limitado, en Estados Unidos, a elementos marginales sin poder ni prestigio, generalmente antisemitas. Pero en 2006 dos académicos muy conocidos, John Mersheimer (de Chicago) y Stephen Walt (de Harvard), hicieron circular un trabajo, convertido en libro en 2007, donde creen demostrar con argumentos científicos que en el presente la alianza es contraria a los intereses norteamericanos. En aquel tiempo, LA NACION informó sobre el debate resultante con notas de Enrique Tomás Bianchi (5 de diciembre de 2006) y Mario del Carril (5 de septiembre de 2007).
La furia desatada por The Israel Lobby and US Foreign Policy fue enconada. Muchos argumentos esgrimidos en su contra pueden ser acertados. No obstante, el tema quedó instalado. Y a pesar de las palabras tranquilizadoras pronunciadas por todos los principales funcionarios de la nueva administración, con la llegada de Obama la revisión de la alianza asomó desde el principio como posible.
Guste o no, esta realidad no puede sorprender. En el caso de las relaciones entre Estados Unidos e Israel, la amnesia colectiva (que casi siempre afecta a la opinión política de las multitudes) ha conducido a la sensación generalizada de que la alianza entre ambos es un emergente de la naturaleza de sus sociedades. Pero la historia desmiente este mito. El gran público ha olvidado que aunque en 1948 Washington apoyó la creación del Estado de Israel, Estados Unidos no fue su aliado hasta casi dos décadas más tarde.
En realidad, la política norteamericana hacia el Estado judío y los países árabes fue equidistante hasta 1967. Durante la década de 1950, los intentos israelíes de adquirir armamentos estadounidenses fueron rechazados. A lo largo de esos años Francia fue su principal proveedora. Aunque la primera venta importante de armas norteamericanas a Israel tuvo lugar en 1963, cuando se le permitió la compra de misiles antiaéreos Hawk, la alianza estratégica con Estados Unidos se forjó recién a partir de la increíble victoria israelí en la Guerra de los Seis Días. Esa improbable hazaña convenció a la superpotencia de que el Estado judío podría ayudarla a ganar la Guerra Fría en Medio Oriente.
Pero ya no hay una guerra fría, y según algunas opiniones autorizadas la estrecha alianza con Israel se ha convertido en un pasivo para Estados Unidos. Otras opiniones, no menos autorizadas, discrepan. Pero independientemente de quién termine imponiéndose en la historia por venir, resulta claro que a partir de ahora los costos y los beneficios de la alianza serán escudriñados en detalle.
Y eso significa que, gradualmente, Estados Unidos le irá imponiendo más condiciones a Israel, tornándolo más periférico. En el largo plazo, el moderno pero diminuto Estado deberá aceptar muchas limitaciones, con realismo. Un realismo periférico.
© LA NACION
El último libro del autor es La guerra de los dioses (Ediciones Lumière).