Por Pedro Gandolfo
La cuenta a la nación que llevó a cabo el Presidente Sebastián Piñera el pasado 21 de mayo me pareció tremendamente aburrida y bastante semejante en aburrimiento y contenidos a las de sus predecesores inmediatos. ¿Es eso malo? En el mundo cívico que nos espera, ¿reinará la planicie del tedio, y la diversión y la pasión se privatizarán?
El poeta y Premio Nobel Joseph Brodsky, en 1989, pronunció un célebre discurso en defensa del tedio: insistimos en darle la espalda porque sólo percibimos en él un anticipo de la muerte, un infierno de rutinas que adormece la voluntad. Pero la vida -sostiene Brodsky- no es como el arte, cuyo enemigo principal es el cliché. Al contrario, el día a día es un incesante recorrido por nuestros lugares comunes y aprenderíamos mucho si, con los ojos abiertos, nos sumergimos en ellos.
En un brillante artículo aparecido en la revista “Letras Libres”, Jesús Silva-Herzog argumenta también a favor de los beneficios del aburrimiento en la política. “Hay -dice- la idea de que la política que vale es la que camina con paso de hazaña, la que entusiasma por sus ideales, la que acelera el ritmo cardíaco, la que agita la emoción de los grandes combates. La política emocionante (...). La democracia liberal, sin embargo, postula una imagen aburrida de la política. Sus aspiraciones son recetas para el tedio. Los enemigos de la democracia (pienso en el terrible Carl Schmitt) lo denunciaron desde muy temprano: los liberales quieren hacer de la vida un supermercado de banalidades. Se quiere una conducta sometida siempre a reglas, se aprecia la repetición de la legalidad, se admira la acción desapasionada, se abomina de la ruptura, se pretende conciliar todo. Es que el liberalismo es una plataforma para desdramatizar el conflicto político: no es el duelo mortal (y excitante) de los enemigos, sino la negociación racional (e insípida) entre adversarios o socios. La política no resulta en este espacio una actividad fascinante. Por el contrario, es la tediosa administración de detalles, no rivalidad de alternativas que apasionan. La tradición revolucionaria nos conduce a pensar la política como enfrentamiento de grandes fuerzas con grandes causas y con grandes costos. (…) Y llegamos a la conclusión de que política que no entretiene es mala política”.
¿La majadera insistencia del Presidente Piñera en la “unidad nacional” acaso no calza con este esfuerzo por desdramatizar el conflicto político (y Camilo Escalona es el último revolucionario)? “Si la política nos fascina, nos ha cazado. Por eso hay que abrirle un espacio a la política aburrida. Que la política sea aburrida, para que la vida no lo sea”.