Por Hana Fischer
En los tiempos que corren, la democracia como sistema de gobierno goza de gran prestigio. Existe amplio consenso en que es una virtud intrínseca a ella el hecho de que sean los propios ciudadanos los que eligen a sus representantes y mandatarios.
El régimen democrático se caracteriza por la presencia de elecciones periódicas, libres y limpias, donde diferentes partidos y candidatos compiten, en igualdad de condiciones, para lograr ser elegidos. Asimismo, es necesario que exista una prensa independiente de todo poder, para que los diversos discursos y propuestas puedan llegar a todos los ciudadanos.
El buen nombre que ostenta la democracia es tal que suena a herejía cuestionarla. Aprovechando eso, proliferan en Latinoamérica los regímenes autoritarios que se “camuflan” de democráticos, para aparentar ser legítimos ante la opinión pública y evitar ser censurados. Pero aun tratándose de auténticas democracias, uno de sus rasgos nos preocupa.
Nos referimos a la distancia que media entre los discursos de los políticos buscando votos y sus posteriores acciones de gobierno al resultar electos.
Es común escuchar a esos candidatos expresar en privado que si dijeran lo que realmente piensan perderían las elecciones. Que es necesario decirles a sus oyentes lo que ellos quieren escuchar.
Entonces, la conclusión lógica es que los procesos electorales se asientan en un juego de farsas.
Y que los electores terminan eligiendo a alguien que lo que expresa en sus discursos no es lo que planea realizar.
No parece tener mucho sentido un sistema de elegir a nuestros gobernantes, cuya dinámica es esa. Veamos algunos ejemplos:
En Uruguay, el ex presidente Jorge Batlle (2000-2005) ganó las elecciones en ancas de un discurso liberal; una vez en el poder, en medio de la tremenda crisis que en el 2002 asoló al país, hundió con sus medidas a las empresas privadas para salvaguardar a la hipertrófica plantilla estatal.
El ex presidente izquierdista Tabaré Vázquez (2005-2010) prometió durante su campaña electoral, que de triunfar, el cambio “sacudirá las raíces de los árboles”; en la práctica, resultó ser un gobierno socialdemócrata que en nada se diferenciaba de lo antes realizado por los partidos tradicionales.
Y el recientemente electo presidente, José Mujica, un ex guerrillero tupamaro, tiene asombrados a propios y extraños.
En un almuerzo con empresarios nacionales y extranjeros, organizado en un lujoso hotel de Punta del Este, expresó que “la riqueza es hija del trabajo y el trabajo necesita inversión. Les estamos pidiendo que apuesten al Uruguay y jueguen con el Uruguay, y no lo decimos desinteresadamente. Lo decimos profundamente interesados, porque no somos Mandrake, no podemos generar riqueza con decisiones legislativas”. Añadió que “ser inversor no es tener plata, es tener capacidad y coraje de riesgo”.
Terminó su alocución elocuentemente: “¡Juégala acá! ¡Que no te la van a expropiar, ni te van a doblar los impuestos!”.
Estos ejemplos demuestran que estamos a ciegas cuando elegimos a nuestros gobernantes. En realidad nunca sabemos bien sobre qué estamos votando. Eso nos revela una falla grave en el diseño y manejo de los mecanismos electorales.
La autora es analista política uruguaya
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