Por Gina Montaner
Lo confieso. Soy poco mañosa para hacer arreglos en la casa y cuando me he enfrentado a un desastre como el súbito atasco de un inodoro que se desborda, he sido bastante torpe a la hora de recurrir a estratagemas de urgencia.
Cuando una tubería se ha roto o no he podido cerrar una llave de agua, he tirado al suelo lo primero que he encontrado, como mantas o papel toalla. Lo que nunca imaginé es que la compañía británica BP fuese aún más taruga que yo para cortar el escape de petróleo que amenaza con convertir el Golfo de México en una inmensa piscina de alquitrán.
Se me hace difícil comprender las intrincadas maniobras que han de hacer los expertos de esta empresa para detener la marea negra, pero resulta aún más sorprendente comprobar que la reacción de estos señores ante tamaño desastre es peligrosamente similar a la mía cuando tengo una catástrofe doméstica: han lanzado al mar pelotas de golf, trapos, neumáticos, chorros de lodo, cemento. Incluso erigieron una extraña pirámide que aparentemente iba a poder contener la avalancha de oro negro que poco a poco ha ido coloreando el océano.
Después de tirar al agua cuanta cosa han encontrado como si se tratara de un vertedero municipal, los encargados de BP aseguraron el pasado jueves que ya estaba todo bajo control después de haber inyectado el derrame con otra sustancia. Al cabo de unas horas, ese mismo día se vieron obligados a admitir que no habían podido contener nada y que ahora nos enfrentábamos a un cóctel con más ingredientes mezclado con el océano.
Tanta ha sido la incompetencia e improvisación de BP, que miles de personas los han bombardeado con mensajes proponiendo soluciones mucho más ingeniosas que las de ellos para resolver una emergencia de este calibre. Por ejemplo, alguien ha sugerido arrojar colchones que absorban la brea. No me extrañaría que ya lo hayan probado. A fin de cuentas pareciera que toda la ciencia de este invento consiste en lanzar lo primero que se les ocurre y todo podría valer: cachivaches, balones, utensilios de cocina, ropa de segunda mano, los juguetes de los niños.
A raíz de este siniestro medioambiental dos cosas han quedado patentes: que los empleados de BP están tan perdidos como el resto de los comunes mortales y que las agencias reguladoras no regulan nada. Se suponía que un equipo gubernamental estaba al tanto de vigilar que se cumplieran las normas de extracción de petróleo en la vecindad de las costas; sin embargo, debemos suponer que estaban entretenidos jugando al parchís, sin importarles que no existía ningún plan de contingencia efectivo.
Ahora, cuando ya es demasiado tarde y la fauna de la zona comienza a asfixiarse en el alquitrán afectando gravemente la economía, es que Washington exige responsabilidades y se desencadenan las dimisiones apresuradas. O sea, la historia de siempre. Ya lo vivimos con la gran farsa de Wall Street y unos reguladores absolutamente irregulares que permitieron a los malhechores de cuello blanco campear a sus anchas con los planes de pensión de millones de trabajadores. Nadie siguió de cerca las transacciones de los bancos y las fraudulentas compras inmobiliarias. En el colmo de la distracción, meses antes de que un comando de Al Qaida perpetrara un acto terrorista contra las Torres Gemelas en Nueva York, un perezoso burócrata del departamento de Inteligencia pasó por alto un informe que alertaba sobre un posible atentado.
Del gobierno se ramifican numerosas instancias cuya misión es la de regular y patrullar todo tipo de operaciones para garantizar la seguridad y el bienestar públicos. Pues bien, con tristeza y frustración evidenciamos que son oficinas llenas de funcionarios ineptos y soñolientos que, en muchos casos, se dejan seducir por las tentaciones de los grupos de lobby que buscan ser beneficiados. ¿Acaso se necesita un regulador de reguladores?
Por lo pronto, los chicos de BP continúan rompiéndose la cabeza en busca de soluciones para taponar el inmenso desparrame que han armado. Ya lo saben: si quieren deshacerse de algún mueble viejo siempre pueden arrojarlo al Golfo de México. Ese enorme basurero que es el mar.
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