Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Cuando la conocí, en el pueblecito aragonés de Calaceite, Pilar Donoso era una niña que protagonizaba con mis hijos las aventuras que inspiraron a su padre, José Donoso, una de sus mejores novelas: “Casa de campo” (1978). Y aunque la volví a ver después, en Chile, ya hecha una joven, y luego toda una señora, la imagen que de ella prevalece en mi memoria es la de aquella criatura vivaracha y traviesa que revoloteaba sin tregua por la soberbia casa de piedra de las alturas de Teruel que los Donoso habían decorado con todas sus soberbias excentricidades y neurosis.
Ahora, la Pilarcita ha publicado un libro tan extraño y hermoso como su título, “Correr el tupido velo”. En él, sus padres y ella vuelcan su intimidad a través de diarios privados, cartas, testimonios y recuerdos que introducen al lector en todos los pliegues y repliegues de la vida de una familia, con inusitada sinceridad y, al mismo tiempo, con tanta elegancia que todo lo que hay en sus páginas de sufrimiento y desgarro queda como atenuado y embellecido. Por otra parte, además de una biografía de sus padres y de ella misma, la autora ofrece en este libro un documento excepcional sobre el proceso creativo del escritor que fue José Donoso, las fuentes y modelos que le sirvieron para gestar sus historias, sus métodos y manías, los entusiasmos y las depresiones por las que pasaba, su tenacidad y disciplina y los arrebatos, paranoias, histerias, ingenuidades, miedos y, a veces, ilusiones de chiquilín con que, además de la imaginación y la memoria, amasaba sus cuentos y novelas.
No debió ser nada fácil vivir junto a una persona para la que su trabajo literario era lo único que importaba, un objetivo a lo que todo lo demás, empezando por la mujer y la hija, debía subordinarse y, si era preciso, ser sacrificado. No es de extrañar que María del Pilar padeciera depresiones y en ciertas etapas de su vida se refugiara en el alcohol y que la propia Pilarcita sintiera una desesperanza y soledad que bañan algunas páginas de su libro de profunda tristeza. Y, sin embargo, no hay la menor duda, José Donoso amaba a su mujer, adoraba a su hija, y no hubiera podido vivir ni escribir sin la fantástica complicidad que llegó a tener con ambas, de las que, a la vez que las sometía a todos los caprichos de su egolatría, dependía en cuerpo y alma y a las que, de tanto en tanto, también abrumaba de regalos y delicadezas.
Lo mejor de “Correr el tupido velo” es la sabiduría de su construcción. José y María del Pilar Donoso llevaron a lo largo de muchos años, cada uno por su cuenta, unos diarios -que cada cónyuge guardaba en el mayor secreto- en los que registraban su vida diaria y opinaban con franqueza total (y a ratos aterradora) de las gentes que veían, de los libros que leían, de lo que hacían y dejaban de hacer, y, también, por supuesto, con la misma sinceridad brutal, dejaban sentado lo que pensaban uno del otro y de la niña que habían adoptado como hija en España cuando la pequeña tenía apenas dos añitos. Pilar Donoso ha seleccionado de ese enorme material fragmentos a los que hace dialogar entre sí, y enriquece ese diálogo con extractos de la correspondencia familiar y con sus propios recuerdos. De todo ello resulta una complejísima información, cargada de ambigüedad y sutileza, en la que el lector tiene por momentos la sensación de haber invadido lo más recóndito de la intimidad de aquellos personajes, ese recinto ultra secreto donde moran los fantasmas y los monstruos que los seres humanos nos pasamos la vida tratando de evitar que salgan a la luz. Aquí salen y el espectáculo, aunque por momentos es chocante y hasta lastimoso, ilumina de manera clarividente los avatares de una familia concreta, de la vocación literaria y de la condición humana en general.
Fuimos buenos amigos con Pepe y María del Pilar y yo creía conocerlos bastante bien, pero leyendo “Correr el tupido velo” he descubierto que desconocía de ellos más cosas de las que sabía. Siempre tuve claro que él era un escritor hasta el tuétano, exclusivo y excluyente, cuya vocación prácticamente ocupaba su vida, de la que había terminado por eliminar todo lo que no fuera literatura o le sirviera para sus libros, pero ignoraba por completo que, para llegar a serlo de esta manera radical, hubiera tenido que pasar tantas pruebas y pellejerías en su juventud, la pobreza y el desamparo de largos años, en una época en la que en América Latina su empecinamiento en ser solo un escritor (careciendo de ayuda y dinero) era poco menos que una locura o un suicidio. Lo consiguió, pero nunca se libró de aquella inseguridad, de joven insolvente, con que debió vivir en una pensión pobretona de Buenos Aires, cuando borroneaba sus primeras historias. Esa inseguridad era, en buena parte, económica. No lo dejaba traslucir, ni a sus amigos más próximos, pero debido a ella hasta sus últimos años, ya acosado por las enfermedades, siguió aceptando los extenuantes viajes a enseñar a las Universidades de Estados Unidos o las giras de conferencias que con frecuencia interrumpía una crisis de su salud que lo disparaba al hospital.
Es fascinante descubrir, en el libro, su obsesión por la moda. Durante buena parte de su vida representó al viejo señor feudal más o menos arruinado, viviendo en pueblos minúsculos o haciendo vida de pueblo en las ciudades, más bien recluido, pero frenéticamente atento a los últimos gritos de la chismografía social internacional, las modas indumentarias y las payasadas del jet set. Las páginas en las que lo descubrimos dedicando todas sus horas libres, en una casa de Comillas, a devorar una colección de revistas de alta sociedad, dando instrucciones a su mujer y a su hija sobre cómo debían vestirse y decidiendo la tapicería de los sillones o la disposición de los árboles y las flores en los jardines -otra de sus grandes pasiones, como las casas antiguas, las mudanzas y las viejas y los viejos- abren unos paréntesis de buen humor y picardía en un mundo por lo general impregnado de gravedad, tensiones y angustia.
El libro muestra también lo que muchos amigos de Pepe sospechábamos: que María del Pilar fue una compañera extraordinariamente sacrificada, que hizo suyas sus fantasías, extravagancias y todos los disparates con los que él gustaba amueblar su existencia, pues de este modo encontraba inspiración y voluntad para escribir, apoyándolo y siguiéndolo hasta la autodestrucción. Nada la había preparado a ella para semejantes heroísmos. Había tenido una juventud cosmopolita, acomodada, viajera y frívola y enamorarse de José Donoso transformó su existencia de manera brutal. Cuando todavía eran novios, él le exigió que, antes de casarse, se psicoanalizara y ella obedeció, lo que da ya un indicio del género de pareja que llegaron a constituir. Durante algún tiempo vivir junto a un hombre como José Donoso debió ser una aventura excitante y arriesgada, pero, luego, aquella experiencia de alto voltaje comenzó a cobrarle un peaje en depresiones, inseguridad y crisis nerviosas que ahogaba en alcohol, algo que esa señora tan bien educada que fue siempre María del Pilar no permitió que adivinaran ni sus amigos más íntimos.
Yo los quise mucho a los dos, y ahora, después de haber leído el libro de la Pilarcita, los quiero más. Entrar a su casa era como entrar a ese simulacro que es la vida de los libros, una vida que no es la real sino su anverso y su sublimación, una vida postiza, de sueño, artificio, apariencia y pose. Pero José Donoso consiguió que su vida fuera eso, la única forma de vida que conocía y amaba, y, por ello, lo que en cualquier otro hubiera parecido evasión, embrollo y pantomima, fue en él vida genuina vivida con la intrepidez y la entrega total de una gran aventura.
En pocos libros como en este se puede seguir, paso a paso, de manera tan vívida, la gestación de las novelas de un autor. Donoso era un trabajador disciplinado y se esforzaba por tener un control minucioso de historias y personajes, sobre los que preparaba biografías pormenorizadas. Y, sin embargo, en este libro se advierte cómo, en lo que se refiere a los temas, no era él quien los escogía sino ellos los que lo escogían a él, insinuándose de pronto en forma de recuerdos que transparentaban viejas obsesiones, y lo iban invadiendo y sometiendo, obligándolo a menudo a abandonar los trabajos que había emprendido hacía tiempo, para volcarse en cuerpo y alma en una nueva empresa creativa.
Además de bien construido, “Correr el tupido velo” es un libro escrito con lucidez, economía, discreción donde hace falta y, por momentos, con una franqueza que corta el aliento. No sé si su hija asistió alguna vez a esos talleres para jóvenes escritores que José Donoso dio a lo largo de muchos años, en su casa de Santiago, y por los que pasaron algunos de los mejores narradores chilenos de la actualidad como Alberto Fuguet y Arturo Fontaine. Pero, lo hiciera o no lo hiciera, a juzgar por este absorbente ensayo con el que inicia su vida literaria, Pilar Donoso se impregnó de los secretos del arte de escribir en esa familia de obstinados fantaseadores de la que pasó a formar parte cuando era solo un pedacito de mujer.