Por Joaquín Fermandois
En Inglaterra, en el siglo XVIII, se llamaba tories a los que serían los conservadores, y whigs a los liberales. Los ingleses todavía emplean estos apelativos en su lenguaje cotidiano. Ambos partidos fueron los primeros protagonistas del binomio derecha-izquierda —todo muy relativo, por cierto—. Tienen la gracia de haber sido parte del sistema parlamentario y democrático más antiguo de Occidente. En el siglo XIX muchos se preguntaban por qué no había ocurrido una revolución en Inglaterra, mientras que Francia casi se destruye por ella. La había habido en cierta manera, por las guerras civiles —nada de civilizadas— del siglo XVII. Toda sociedad humana tiene también un pasado oscuro, una parte de él al menos.
Sin embargo, a partir de 1689 el desarrollo inglés ha sido el gran fenómeno político de la modernidad, la vanguardia de un sistema civilizado. Se recordará el influjo que irradió a los Padres de la Patria, Bernardo O’Higgins y Andrés Bello; lo mismo fue en muchas partes del mundo, a pesar de que es claro que ha sido la cultura política francesa la que más ha hecho sentir su peso en países como el nuestro. En el fondo, la democracia moderna en todo el mundo ha dependido de lo que suceda en Europa Occidental y EE.UU. Las transformaciones estratégicas del siglo XX y lo que sucede hoy ante nuestros ojos no han cambiado un ápice esta situación. De ahí que procesos como estas elecciones nos hablen a nosotros desde lo profundo de la historia.
Los liberales perdieron su puesto de número dos a partir de 1924, manteniendo después sólo un puñado de diputados; su lugar lo ocuparon los laboristas. Cuando el aparato de éstos fue dominado por la extrema izquierda a comienzos de los años 80, sus líderes moderados se retiraron y, arrastrando no pocos votos, se unieron a los liberales. Desde entonces han tenido alrededor de una quinta parte de los votos, pero menos del 10 por ciento de los diputados. ¿Una injusticia?
No. Ha sido un sistema que no ha dejado de garantizar ni la existencia de una oposición activa, ni las virtudes del Estado de Derecho, ni la salud del sistema político. La forma electoral por distrito unipersonal ha permanecido inalterable por 300 años; lo que varió entre 1700 y 1900 fue la composición del electorado.
Ahora, en un paso inédito por casi 90 años, la coalición de los tories con los “Lib Dems”, como se les llama, se ha realizado sobre el supuesto de una reforma electoral que transforme el sistema unipersonal en proporcional. Quizás se logre algún equilibrio entre ambos, como Alemania Federal desde 1949, ya que se lo cree más justo.
Mas uno vacila antes de ser muy optimista. ¿No comenzará una “latinoamericanización” de la política inglesa, es decir, un proceso poco british, primero de cambiar las reglas del juego para satisfacer las demandas de uno u otro partido, y después de perseguir el espejismo de hallar soluciones redactando nuevas leyes y constituciones? La sabiduría del sistema inglés radicó en su transformación paulatina, en que la Constitución —suprema e inimitable sapiencia— no está escrita aunque se acata sin pestañear cada una de sus reglas.
En la Segunda Guerra Mundial no hubo elecciones: se postergaron hasta 1945, a pesar de que correspondía efectuarlas en 1940. Se disolvió el Parlamento y hubo elecciones en julio de 1945, siendo derrotado nada menos que Winston Churchill. Es probable que no haya habido otro sistema de regulación política (y civilizado en lo más que se pueda) que haya sabido hallar la cuadratura del círculo, como esta flexibilidad dentro de una permanencia tres veces centenaria. Parece a prueba de balas, aunque en realidad nada en la historia lo es.