Una de las funciones básicas del Estado, la que en verdad deviene de su propia razón de ser, es garantizar la seguridad, tanto física como jurídica, de quienes habitan su territorio. Para ello tiene el monopolio de la fuerza.
En El Salvador, evidentemente, esa garantía no se cumple: así lo ilustró el miserable atentado al microbús del domingo sangriento.
Asimismo, una de las funciones más importantes del Estado moderno es generar condiciones favorables para que el sector privado brinde oportunidades laborales a quienes habitan su territorio.
Es decir, alentar el círculo virtuoso del progreso para que haya más gente con ingresos laborales genuinos, mayor producción, mayor recaudación de impuestos (sin necesidad de elevar tasas) y, como consecuencia, un mayor desarrollo humano. Al fin de cuentas de eso se trata.
En El Salvador, desafortunadamente, ese aliento es desaliento: así lo ilustra la incomprensible oposición gubernamental a la creación de 12,000 nuevos puestos de trabajo en la industria de la maquila.
La referencia es al Estado, independientemente del gobierno que de manera circunstancial lo esté administrando. La aclaración es necesaria no sólo por el frecuente error de confundir gobierno con Estado, sino también porque el desaliento no comenzó el año pasado: el gobierno anterior también tuvo cosas incomprensibles en la materia, tal como no haber sabido negociar satisfactoriamente las condiciones del parque tecnológico que Taiwán ofrecía instalar cerca de Comalapa.
Pero los errores del pasado no debieran ser excusa para que los gobernantes de hoy los reiteren, tal como están haciendo ante la oportunidad que se le presenta a El Salvador de atraer producciones textiles que estaban contratadas a maquilas de Haití.
En efecto, existe oposición oficial a una alternativa presentada por la industria local para hacer turnos de 12 horas, trabajando 3 ó 4 días a la semana (y sin exceder las 44 horas de ley), de forma que los operarios puedan trasladarse siempre, desde y hacia sus hogares, en horario diurno.
El argumento es que deberán trabajar 12 horas corridas, como si esa práctica no estuviese ampliamente difundida en otras actividades, y como si no fuese factible implementar breves descansos parciales, o determinadas mejoras ergonómicas.
No es culpa de los operarios ni de las empresas que en El Salvador sea peligroso trasladarse durante la noche. La culpa, sin rodeos, es del Estado: que incumple su obligación de garantizar la seguridad. Punto.
Resulta paradójico que sea justamente el Estado quien se oponga a una alternativa obligada por su falla en materia de seguridad, que les permitiría a los jefes de 12,000 familias obtener un ingreso genuino en el mercado laboral formal.
Con su negativa, el Estado ya no sólo está fallando en la provisión de seguridad, sino también en su obligación de impulsar el círculo virtuoso de la generación de empleo para los trabajadores, de ingresos para sus familias, de producción para las empresas, y de recaudación tributaria para el fisco.
Por el contrario, abre las puertas al círculo vicioso del desempleo, de la pobreza, de la capacidad ociosa, y de una débil recaudación tributaria. Las principales víctimas, ciertamente, son las 12,000 familias que seguirán sin ingresos mientras el Estado no autorice los nuevos turnos.
Pero hay otro grupo para el cual este episodio debiera ser motivo de seria reflexión. Y no sólo de queja. Me refiero a los empresarios, ante cuyos ojos queda en evidencia, una vez más, que aceptar sumisamente el intervencionismo estatal puede terminar siendo, incluso, un mal negocio.
Ocurre que hay dos formas de obtener utilidades: 1) ganándose el favor del consumidor habiendo aceptado el riesgo empresarial, o 2) mediante la intervención del burócrata que otorga privilegios, como el "draw-back" a las exportaciones o las exenciones impositivas a las zonas francas.
Quienes aceptan el segundo camino no pueden después sorprenderse de que el poder del burócrata de turno crezca al punto de tener que pedirle autorización hasta para abrir un nuevo turno en su propia empresa.
Hasta la próxima.
El autor es Ingeniero, Máster en Economía (ESEADE, Buenos Aires) y columnista de El Diario de Hoy.