Por Berta García Faet
“Para ser hombre hay que renunciar a ser dios”, Albert Camus.
“Toda idea implacable está equivocada”, Rafael del Águila
A estas alturas del siglo XXI, ¿cuál puede ser nuestro veredicto sobre el papel de las utopías? ¿Impulsan o pervierten? ¿Ayudan a construir o destruyen desde el principio?
Las utopías nos generan sentimientos encontrados, por una parte, aún hijos de Platón, no queremos resignarnos a la realidad, siempre imperfecta, y ansiamos una meta ideal que funcione de guía para la acción. Por otra parte, no podemos ignorar que, en la práctica, las utopías desembocan en el totalitarismo: las del siglo XX, nazismo y comunismo, por descontado; pero no nos olvidemos de las tempranas utopías renacentistas, post-renacentistas y de la Reforma Protestante (Moro, Campanella, Savonarola, Calvino...), evidentemente no totalitarias pero sí imbuidas ya del presupuesto implícito y brutal de toda utopía, y semilla misma de su violencia de facto: el espíritu evangelizador que, muy fácilmente, da el salto de la persuasión a la imposición.
Lo importante es no olvidar que este salto se da no gratuitamente (entonces, no hablaríamos de utopía), sino a causa de la interiorización de la supuesta necesidad o urgencia de realizar un ideal. El famoso ideal de la vida buena que cada utópico rellena como quiere. En palabras de Cioran: “Un ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Todos los males de la vida vienen de una concepción de la vida”. La relación entre utopía, pureza y violencia es clara y causal: “Toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los puros son sus agentes”.
La cuestión es: ¿en qué punto exactamente, y por qué, la utopía se funde con su consecuencia práctica, la imposición? Friedrich Hayek acuñó la etiqueta “fatal arrogancia” para referirse exactamente al mismo fenómeno que recoge nuestra acertada expresión “la ignorancia es atrevida”, y es justamente esto lo que liga el ideal utópico y su plasmación práctica totalitaria o, como mínimo, violenta: los planificadores y los ideólogos lo que hacen es extrapolar sus deseos al resto de la población, como si pudieran conocerlos y como si fueran a coincidir, y este salto se hace en nombre del bien de los otros, del prójimo que debe ser salvado e ilustrado (porque el ideal siempre es bueno para todos). De algún modo, la utopía es la exacerbación de la hermandad entre paternalismo y platonismo: el individuo A coacciona o castiga a B, para evitar que B se haga daño o para conseguir que B haga el bien, porque existe el bien objetivo y A lo conoce, porque A sabe lo que le conviene a B, porque B es incompetente.
Podría parecer que el liberalismo está al margen del peligro que supone la utopía. Incluso, podría parecer, como yo sostengo, que el liberalismo es un antídoto contra la utopía. Pero para entender esto hay que matizar las dos acepciones generales de liberalismo a las que nos podemos referir.
Rafael del Águila, en su fantástico ensayo “Crítica de las ideologías. El peligro de los ideales” sostiene que todos los ideales, incluido los liberales, han concluido en violencia. Este autor divide su análisis en tres grupos de ideales: los ideales de la emancipación (socialismo, marxismos y derivados), los ideales de la autenticidad (nacionalismos, indigenismos, fundamentalismos y derivados) y los ideales de la democracia (concretamente, de la democracia liberal). Si los ideales liberal-democráticos han implicado violencia, guerra e incluso exterminio, es por la particular acepción a la que se han adscrito sus practicantes –acepción todavía hoy prestigiada implícitamente, con el omnipresente etnocentrismo y esencialismo identitario occidental: el último ejemplo lo encontramos en el debate sobre la prohibición del burka en los espacios públicos–: la opción de la democracia liberal que quiere civilizar, globalizar y democratizar a pueblos oprimidos.
No obstante, como sabemos, no es la única acepción. El liberalismo puede ser un antídoto contra la utopía en varios y poderosos sentidos. En primer lugar, porque el desarrollo del liberalismo está ligado al desarrollo de la ciencia económica, en concreto a la austríaca, y ésta desenmascara ferozmente a la utopía en tanto que demuestra la insostenibilidad e ineficiencia de la imposición. Aunque los estudios austríacos se hallan centrado en el terreno económico, esto es, en demostrar la imposibilidad de la centralización económica coactiva, lo cierto es que en el terreno político e institucional las conclusiones son similares: las instituciones, per se, no construyen, ya que si hay contradicción grave entre ellas y la sociedad civil, serán inoperantes.
En segundo lugar, porque las utopías suelen fundamentarse en presupuestos irreales e impracticables (como ejemplos paradigmáticos: la homogeneidad total de los nacionalismos, y la superabundancia final y el igualitarismo extremo del marxismo), que la ciencia económica se cuida muy bien de erradicar, partiendo modestamente de lo posible, del “ser” y no del “deber ser” o del “ojalá ser”.
Y en tercer lugar, porque el hincapié en el individuo, ligado al primer punto, no sólo refuta la falacia de la política voluntarista, según la cual todo depende de la buena voluntad de los poderosos –política, económica o culturalmente- de hacer “lo correcto”, sino que también deslegitima la coacción. Unos insisten en que la coacción queda deslegitimada porque es inmoral; personalmente prefiero referirme a la inmediatez de su inutilidad en última instancia.
En definitiva, el carácter de antídoto contra la utopía del liberalismo radica en dos puntos: en que su programa de lo que es la vida buena es un programa de mínimos, admitiendo así un amplio grado de tolerancia, y en que se ha desarrollado paralelamente a una disciplina, la de la ciencia económica, que trata de lo posible y desprestigia lo ideal y lo top-down.
Pero no nos felicitemos tan pronto, porque hay un peligro: la utopía no sólo es violencia, también es persuasión fanática. Cualquiera con una idea valiosa puede envalentonarse y caer en la evangelización moralista que, no por ser pacífica en lo físico, deja de ser un ejemplo más de fatal arrogancia.