Por Ariel Ruya
El Palacio de la Cultura popular es una mole de cemento. Inmensa, espectacular. Símbolo gris de otros tiempos, que por Pyongyang, la capital de la República Popular Democrática de Corea -el nombre oficial de la comunista, controvertida y armamentista Corea del Norte- se conserva en esplendor. Suerte de Coliseo romano de siglo XXI, se nutre de festivales, espectáculos, conciertos bajo el resguardo oficial. También, claro, todo acontecimiento de gobierno, militar casi en exclusividad, que tienen como consecuencia glorificar a los líderes de un sistema que, evidentemente, no parece clausurado.
Ese espacio, también, tiene otros fines. Algunos parecen de la Edad Media, cuando los seres humanos se asemejaban a animales. Algo de eso ocurrió días atrás. En un palco nada improvisado, los jugadores que integraron el seleccionado que perdió todos los partidos durante el Mundial, fueron blanco de los insultos, de los reproches, de las bajezas de unos 400 supuestos fanáticos (funcionarios, oficiales y estudiantes, en su mayoría), parados del otro lado del atrio. Escupitajos, proyectiles durante más de seis horas. Y los entusiastas jugadores -casi todos, amateurs- parados, inmunes, reprimiendo el deseo de contrarrestar tanta cobardía organizada. Hay más: Ri Dong Kyu, el relator de la TV pública, desde el atril, era el satisfecho encargado de destacar los desatinos de cada jugador, como si fuese un experto. Un acto de una bajeza propia de otro siglo. En vivo y en directo.
En el primer juego, en la digna derrota contra Brasil por el Grupo G de Sudáfrica, un traspié por 2 a 1, no fue televisado, por temor a que la "juventud socialista" no sufriera un golpe doloroso al ideal de ser humano progresista y solidario. Por eso, el juego contra Portugal fue observado, en vivo, por buena parte de sus 22.665.345 de habitantes. El impacto no pudo ser peor para el controvertido territorio gobernado con mano de hierro por Kim Jong II, el secretario general del partido comunista. Un lapidario 7 a 0, en un desarrollo en el que hasta el carismático Cristiano marcó su único gol, entre risas, porque el balón le quedó en su decorada cabellera, pasó de atrás hacia delante de su cuerpo y definió, casi sin resistencias. Ante la atónita mirada del conductor Kim Jong Hun. El gobierno tomó el encuentro como una ofensa a la patria. Ya no importó demasiado el concluyente 3 a 0 de Costa de Marfil a modo de despedida: la decisión ya estaba tomada. El entrenador, siempre vigilado de cerca por un ejército de guardaespaldas, celosamente controlado en cada intervención pública (qué decía y. cómo lo decía) en los ensayos, y luego de cada golpiza deportiva, fue destinado a trabajos forzados. Será uno de los encargados de la construcción de una obra. Otro edificio inmenso, como la memoria recuerda a aquellos bloques gigantes detrás de la cortina de hierro europea. Algunos advierten que, en realidad, será el ideólogo de una carretera futurista. Da igual. Para peor, ha sido expulsado del Partido de los Trabajadores. Con todo el daño público que ello significa.
Kim Jong Hun, el conductor, también estuvo en el atrio, al lado de los gladiadores caídos en desgracia. Recibió el "escarmiento público", como casi todos. Sólo se salvaron dos jugadores, por el beneficio de ser parte de la maquinaria futbolera capitalista: se ganan la vida en el exterior. Ellos son An Yong Hak, que juega en Omiya Ardija, de Japón, y Jong Tae Se, la estrella emotiva, el hombre que se permitía cubrir su rostro de lágrimas cuando se entonaba el himno. "El Rooney asiático" actuaba en Kawasaki Frontale, también de Japón, cuna del capitalismo, antes del Mundial. Hoy ya es parte del alemán Bochum. Ellos se salvaron de la prisión al aire libre. Hasta se dice que decenas de fanatizados bajaban el pulgar derecho, en una señal escalofriante. A los leones, podría imaginarse.
Jong Tae Se, en realidad, es hijo de surcoreanos., aunque nació en Japón. Pero su madre le enseñó desde pequeño los principios básicos de la ideología. Igualdad, justicia, educación. Aunque habrá evitado mencionar otros, evidentemente. El chico, de 26 años, se siente norcoreano de pura cepa. Se habrá enterado, sin embargo, del montaje degradante que sufrieron sus viejos camaradas. El era uno de los pocos que declaraba en público. "No habrá escarmiento, eso pertenece a una fábula", contó, luego de la tercera caída.
Se habrá sorprendido, seguramente, cuando le llegó a sus oídos la mala nueva. Es que aún se recuerda el escándalo que devino después del Mundial de 1966, cuando el seleccionado, en plena Guerra Fría, tuvo un decoroso octavo lugar en la cita inglesa. El íntimo festejo -luego del sorprendente triunfo contra Italia por 1 a 0- incluyó cervezas y excesos ante la mirada occidental. Y se supo, claro, detrás de la cortina coreana. Lo que siguió fue una catarata de enviados a los campos de trabajo forzado por esa actitud típica de "burgueses decadentes".
Eran otros tiempos, claro. Que parecen que no se han marchado.