Por Juan Larraín
Después de los luctuosos sucesos del 11 de Septiembre del 2001, día en que Estados Unidos sufrió el más horrible ataque terrorista que registra la historia, la percepción de lo que significa esa amenaza cambió para siempre. Por primera vez la comunidad internacional tuvo conciencia de la peligrosidad y el alcance de una organización como Al-Qaeda y de lo que era capaz de hacer en cuanto a muerte y destrucción.
Hasta entonces, el terrorismo había estado localizado en zonas de conflicto como el Medio Oriente, circunscrito a obtener objetivos limitados y concretos, como la independencia, el término de la ocupación extranjera o producir un determinado cambio político. Ahora, en cambio, el mundo civilizado debía enfrentar una amenaza global, producto del fanatismo islámico, que no tiene fronteras. Hoy ningún país puede sentirse inmune a este fenómeno, tanto como blanco de posibles ataques o el uso de su territorio e instituciones para llevarlos a cabo en otro lugar, pues tiene ramificaciones y tentáculos que parecían imposibles para una organización terrorista tradicional.
El interés de enfrentar esta plaga con armas licitas y la necesidad de hacerlo sin caer en el uso de métodos represivos reñidos con el derecho, llevó a los Estados Miembros de Naciones a ocuparse del tema 47 años atrás. A lo largo de estos años se redactaron, negociaron y pusieron en vigor una serie de convenciones internacionales encaminadas a criminalizar ciertos actos, considerados como terroristas. De esta manera, los Estados Partes de las primeras doce convenciones, se comprometían a incorporar en sus legislaciones nacionales los delitos que estaban tipificados en ellas, para poder así sancionar a sus autores, de acuerdo con un principio básico del Derecho Penal.
La comunidad internacional se vio compelida a utilizar esta vía indirecta ante la imposibilidad de acordar un solo instrumento, general y comprensivo, por la dificultad -todavía presente- de convenir en una decisión internacionalmente aceptada del terrorismo. Las doce convenciones mencionadas (la decimotercera, aprobada por la Asamblea General en 2005 sobre terrorismo nuclear, aun no reúne el número de ratificaciones necesarias para entrar en vigor), son las siguientes: Convención sobre delitos y ciertos otros actos cometidos a bordo de aviones, 1963; Convención sobre la Supresión de Toma Ilegal de Aviones, 1970; Convención sobre la Supresión de Actos Ilegales contra la Seguridad de la Aviación Civil, 1971; Convención sobre la Prevención y Castigo de Delitos contra Personas Internacionalmente Protegidas, incluidos los Agentes Diplomáticos, 1973; Convención Internacional contra la Toma de Rehenes, 1979; Convención sobre la Protección Física de Material Nuclear, 1979; Protocolo sobre la Supresión de Actos Ilegales de Violencia en Aeropuertos al Servicio de la Aviación Civil, 1988; Convención para la Supresión de Actos Ilícitos contra la Seguridad de la Navegación Marítima, 1988; Protocolo para la Supresión de Actos Ilícitos contra la Seguridad de las Plataformas Fijas ubicadas en la Plataforma Continental, 1988; Convención sobre el Marcado de Explosivos Plásticos con el Propósito de su Detección, 1991; Convención Internacional para la Supresión de Atentados Terroristas con Bombas, 1997; y Convención Internacional para la Supresión del Financiamiento del Terrorismo, 1999.
Si bien estas convenciones enfrentaban el problema desde un ángulo meramente delictual, fueron creando con su aplicación lo que más tarde se denominó como el principio de la jurisdicción universal. Esto significa que cualquier Estado Parte puede reclamar jurisdicción sobre estos delitos, se hayan o no cometidos en su territorio, y a la vez está obligado si el implicado se encuentra en él, encausarlo o extraditarlo a otro Estado Parte que reclame jurisdicción. El terrorista entonces, al menos en el papel, no tendría santuario donde refugiarse si se le acusa de haber cometido alguno de los delitos contemplados en los referidos instrumentos.
Los acontecimientos del 11 de Septiembre, agregaron un aspecto fundamental a lo que había hecho hasta entonces para prevenir y combatir el terrorismo. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, con dos resoluciones adoptadas inmediatamente después de los ataques, calificaron el terrorismo como “una amenaza a la paz y seguridad internacional”, en virtud del capítulo VII de la Carta, haciendo por tanto sus disposiciones obligatorias para todos los Estados Miembros.
La primera de ellas reafirmó “el derecho de la legítima defensa”, consagrado en el artículo 51 de la Carta, autorizando su ejercicio individual o colectivamente; esta es la base jurídica de la intervención militar en Afganistán contra los Talibanes y Al-Qaeda. De igual forma, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), aprobó una resolución invocando por primera vez el artículo 5 del Tratado de Washington de 1949, que establece que un ataque armado contra uno de sus miembros se considera como si hubiera sido contra todos ellos...
La segunda resolución, número 1373, que se considera como la madre de todas las resoluciones posteriores del Consejo de Seguridad sobre terrorismo, impone a los Estados Miembros de Naciones Unidas con un lenguaje particularmente tajante, una serie de obligaciones para prevenir y combatir este flagelo, entre ellas la urgente ratificación de los instrumentos internacionales que hemos mencionado. Además, destaca la importancia de la cooperación entre los Estados sobre inteligencia e información, en asuntos penales y de procedimiento, como la única forma eficaz para combatir con éxito el terrorismo, con pleno apego al derecho internacional y a la legislación interna.
La acción del Consejo de Seguridad impuso un dinamismo que ha significado que casi la totalidad de los Estados Miembros sean partes de las convenciones y tengan internamente las herramientas legales y administrativas para la prevención y combate del terrorismo. Por otra parte, los organismos internacionales, regionales y subregionales han colocado el tema del terrorismo como algo prioritario en sus agendas de trabajo y han asistido técnicamente a los países para implementar en sus legislaciones las disposiciones provenientes de las convenciones y las resoluciones de la Asamblea General y el Consejo de Seguridad.
En el caso de nuestro continente, en el marco de la OEA se adoptó en 2002 la Convención Interamericana contra el Terrorismo que es una preafirmación de las obligaciones emanadas de Naciones Unidas, pues se trata de un instrumento regional de carácter subsidiario. Esta Convención está vigente para todos los Estados Partes, entre ellos Venezuela, que de acuerdo con la evidencia presentada recientemente por Colombia, estaría dando refugio en su territorio a elementos de las FARC y prestado asistencia financiera y en armas, a una organización terrorista. En este sentido y al margen de lo que pueda resolver UNASUR, organismo que es hechura de Venezuela y actúa de facto pero no de jure, el régimen de Chávez podría ser también denunciado ante el Consejo de Seguridad por incumplimiento flagrante de sus obligaciones internacionales en esta materia. Si bien es improbable que éste adopte medidas en su contra (hasta ahora nunca lo ha hecho), sería un episodio bochornoso para su imagen internacional.
El autor es profesor de la Universidad de Miami y ex Embajador de Chile en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la OEA.