Por Carroll Ríos de Rodríguez
El profundo pesar que sentimos al ver los estragos causados por la incesante lluvia en las vidas de tanta familia guatemalteca, se suma al dolor que nos provocó la violenta ejecución de 72 migrantes. Los noticieros mexicanos la califican como la masacre más grande acaecida en su país. El pasado 23 de agosto, en Tamauilpas, México, fueron ejecutados hombres, mujeres y niños provenientes de Guatemala, El Salvador, Honduras, Brasil y Ecuador. Este horrendo suceso desnuda los altísimos costos que asume el migrante: se arriesga a pagar su sueño incluso con el precio último, la muerte.
Muchos migrantes son personas de bien, siendo su trasgresión la decisión de ingresar ilegalmente a otro país. Sus fines y medios son esencialmente lícitos. Su motivación es económica. Estiman que al Norte encontrarán mejores oportunidades para poner sus talentos y sus esfuerzos a trabajar en beneficio de sus seres queridos.
Podemos asumir la racionalidad de sus decisiones con base en la evidencia empírica. Se informan sobre el paradero de parientes o conocidos radicados allá. Saben cómo viven y cuánto ganan. Evalúan la oferta concreta en distintas ciudades. Ven el impacto positivo que tienen las remesas sobre la economía familiar de sus vecinos, quienes ahora cuentan con los recursos suficientes para educar competitivamente a sus jóvenes, empezar un pequeño negocio, mejorar la vivienda y más. Contrastan estos datos con el entorno nacional. Aquí se exponen todos los días a la extorsión, la violencia callejera y la precariedad en el empleo. Les tomaría décadas ganar y ahorrar tanto como anticipan cosechar en corto tiempo en el extranjero. La tentación del sueño no nubla la vista sobre la larga lista de costos. Pagan por irse. Saben que implica dejar atrás a sus seres queridos para sortear peligros en el camino. Ineludiblemente enfrentarán días de incertidumbre, soledad y rechazo cultural.
Si comprendemos la emigración como un fenómeno eminentemente económico, y al migrante como una persona pensante, entonces no nos sorprenderán los resultados de la nueva encuesta que dio a conocer el Pew Hispanic Center el jueves 2 de septiembre. La encuesta revela una drástica baja en el número de inmigrantes ilegales que entran en Estados Unidos desde 2007. Aproximadamente 850 mil migrantes ingresaban a dicho país cada año entre el 2000 y el 2005. De 2007 a 2009, este número se redujo a 300 mil migrantes anuales. El total de inmigrantes ilegales que viven en Estados Unidos ha disminuido de 12 millones en 2007 a 11.1 millones en 2009.
Esta tendencia tiene menos que ver con políticas públicas para fortificar sus fronteras que con la situación económica interna en EE.UU. El desplome del sector de bienes raíces y a la recesión redujo notablemente las oportunidades de trabajo: el migrante actúa acorde a la nueva realidad.
Enfoquémonos, pues, en la lección económica. De Norte a Sur deberíamos buscar tener economías dinámicas y pujantes, mercados laborales menos rígidos y una fuerza laboral altamente móvil y competitiva.