Por Marcos Aguinis
Fidel Castro dijo que fue bendecido por una resurrección. De pronto llegaron noticias de su restablecimiento. Pero no un restablecimiento cualquiera, sino extraordinario. El Comandante que había cedido el poder a su hermano, retornaba con una fuerza y una luminosidad que a muchos encandiló. El mismo Fidel daba relieve a su reingreso en las noticias mediante mensajes provocativos. Pero, además, quería trasmitir que no estaba solamente bien, sino mejor que nunca. Sus intereses desbordaban los límites de la isla y se extendían al planeta entero. No se conformaba con manejar un país que oprimió y empobreció como nunca en su historia, sino convertirse en un guía de la humanidad. Como si hubiese regresado de la tumba provisto de poderes celestiales.
Durante su enfermedad habrá pasado muchas horas leyendo. Parece que, entre los diversos materiales que sacudieron su sensibilidad, había algunos vinculados con los judíos y otros con los estragos de las bombas atómicas. Este último asunto lo llenaba de energía. Consideró oportuno difundir un mensaje ecuménico para prevenir la catástrofe de una guerra nuclear. Ordenó llenar la Plaza de la Revolución con millares de personas que van allí porque les ordenan o porque no saben hacer otra cosa: nacieron yendo a escuchar sus plúmbeos discursos, más largos que una retención de vejiga.
No consiguió la resonancia esperada, pese a que vistió su famoso uniforme verde oliva e hizo aumentar el volumen de los parlantes. Su llamado a la paz y la cordura estuvieron bien y habrían tenido otra suerte si su disparo hubiese dado en el blanco. Pero falló.
Es probable una conflagración atómica, claro. También es verdad que esa conflagración haría añicos a la mayor parte de nuestro mundo. Pero la amenaza no proviene de países que tienen la bomba atómica desde hace más de sesenta años, como él dijo. Estados Unidos jamás la volvió a usar luego de las dos arrojadas sobre Japón. Ni Gran Bretaña, ni Francia, ni China, ni Paquistán, ni la India recurrieron a ella por ninguna circunstancia. Y en el caso de Israel, si fuera cierto que la tiene desde hace décadas, tampoco la usó jamás, ni siquiera en la Guerra de 1973, cuando estuvo a punto de ser borrada del mapa.
En todos los casos -es cierto- las bombas atómicas deberían desaparecer. Su mera existencia es un riesgo grande, porque pueden ser robadas por fanáticos. Pero hasta ahora, por suerte, sólo han servido de relativa contención.
Por el contrario, el peligro evidente y manifiesto, es la construcción de esa mortífera arma por parte de Irán. ¿Por qué Irán? Porque lo rige una dictadura fanática, fundamentalista e irresponsable. El mismo Fidel Castro reconoció que es más complicado persuadir a quienes están enceguecidos por la pasión dogmática. Contra el riesgo de un Irán provisto de armas no sólo se alza Estados Unidos, sino toda Europa y países como China. Irán amenazó con usar la bomba para que Israel desaparezca del mundo, con discursos explícitos, directos y reiterados. Si ese nuevo genocidio arrastrase a millones de musulmanes también, no importa a los ayatollas. Para su locura tanática, esos musulmanes obtendrían un pasaje directo al Paraíso y matarlos sería como hacerles un favor.
Fidel no supo marcar de dónde viene el gran riesgo. Ahí se equivocó. Porque no viene de los Estados Unidos e Israel particularmente, como repite un estribillo irracional. Israel pudo bombardear a Irán hace rato, y no lo ha hecho. En cambio Irán prosigue desafiando a la comunidad internacional y la OEA, sin ningún pudor ni cálculo. ¿Tanto necesita de la bomba atómica para que prospere su pueblo? Cuando Fidel mencionó las sanciones que ya están en curso contra su delirante, opresor y agresivo gobierno, olvidó señalar que esas sanciones son la consecuencia -incluso tardía- de la sordera iraní. La iniciativa del aumento de la tensión que afecta al mundo no proviene de las Naciones Unidas, sino del gobierno de Irán.
Deseoso de proseguir la construcción de su imagen profética, Fidel mandó llamar a un periodista de Atlantic, una publicación de izquierda que había levantado parte de su fallido discurso en la plaza. En la entrevista se mandó una serie de afirmaciones, explicaciones y lucubraciones que provienen de su arte de la manipulación pública. Los argentinos, por ejemplo, no olvidamos cuando en la escalinata de la Facultad de Derecho de Buenos Aires vociferó en favor de los derechos humanos mientras al mismo tiempo fusilaba, arrestaba y torturaba a decenas de disidentes. Pero frente a Atlantic quedó ensartado en su propia red. El periodista incluso se hizo acompañar por una experta en asuntos cubanos para que le sirviese de testigo y lo ayudase a clarificar algún punto difícil.
Una de las frases de mayor impacto sucedió a la añosa tendencia de Castro por exportar su revolución, provocando muertes, hambre y dolor en por lo menos dos continentes. No -fue la respuesta-, él no quería exportar esa revolución, porque ya no servía ni siquiera para los cubanos. Era una definición ¡atómica! (la asocio con su otra idea fija). El periodista le preguntó si podía reproducirla y él respondió que al decírsela era, precisamente, para que así lo hiciese. Esto podía tener una consecuencia espectacular, producir una reflexión intensa y profunda de la izquierda. Podía Fidel alcanzar la estatura de un nuevo Deng Xiaoping. Así como aquel anciano convirtió la decadente China de Mao en una potencia, el resucitado Fidel podía cambiar no sólo el curso de la miserable Cuba, sino de decenas de países trabados por ideas estériles.
Pero no fue así. Resucitó contradictorio, mareado. En Cuba no reprodujeron sus frases y su entorno corrió a llorarle por el desastre de semejante confesión. Quebrado y confuso, desmintió sus propias palabras. No tuvo fuerzas para sostener el cambio, no lo sostenían fuerzas celestiales. Entonces pretendió volver a manipular y dijo que había usado la ironía. Al mismo tiempo, no tuvo coraje para descalificar al periodista porque debe tener grabado el reportaje y es mejor quedar amigo.
"Aliados árabes" le mandaron decir que fue el más brillante defensor del sionismo. Fidel había condenado a quienes niegan el Holocausto, practican el antisemitismo o rechazan el derecho de los judíos a tener su Estado propio. Sorprendente, dadas las alianzas y desvaríos de toda su vida. Aún no sabemos cómo se excusará. Por ahora manifestó que nunca fue un enemigo del pueblo hebreo, lo cual quizás es cierto, porque recién cortó relaciones diplomáticas con Israel cuando tuvo que ceder ante la presión de la Unión Soviética.