Incluso en tiempos de vacas flacas, fracasan los intentos de suprimir los elaborados despliegues de riqueza, escribe Sarah Dunant, autora de varios best sellersinternacionales, el más reciente Corazones Sagrados, que completa su trilogía histórica italiana.
En la primavera de 1519, Agostini Chigi, un banquero residente en Roma, le ofreció al Papa una serie de cenas durante la Cuaresma, en su hogar de Villa Farnesina.
Con un poco de diseño interior, diseñado nada menos que por Rafael, y un menú tan exótico que contemplaba vino y viandas traídos de los países de los que provenían los veinte cardenales sentados a la mesa, servido en bandejas de plata, hacían que ésta fuera la invitación más preciada en los circuitos del poder en la Roma de la época.
Para comienzos del siglo XVI, los banqueros ya eran actores de peso en la economía de la cristiandad. Piénsese en los Medici, quienes, unos 70 años antes, se habían transformado en los gobernantes efectivos de Florencia gracias la riqueza producto de la actividad bancaria.
La historia de la profesión es fascinante porque, estrictamente hablando, era una actividad prohibida en un mundo cristiano. El préstamo de dinero con interés era definido como usura, lo que constituía un pecado.
En algunos casos, los pequeños préstamos estaban en manos de judíos. Vistos como un mal necesario dentro de un floreciente mundo capitalista, los judíos podían cobrar interés (recuérdese la libra de carne de Shylock) pero su posición era siempre vulnerable, ya fuera mediante la violencia directa, o porque se les prohibiera comprar propiedades, lo que les impedía echar raíces dentro de las economías que estaban ayudando a crear.
Cómo sortear el pecado
Los primeros banqueros cristianos encontraron la forma de sortear el problema de la usura jugando con las tasas de cambio en vez del interés. Una carta de intercambio -en la práctica, un préstamo- obtenida en una divisa para ser pagadera en otra, conllevaba un margen de ganancia incorporado.
Con la gran cantidad de divisas que operaban en esa época, varias de ellas italianas, los banqueros no tardaron en aficionarse a estas transacciones por debajo de la mesa.
Y cuando se habla del tamaño de la mesa, Chigi no tenía rivales. A los 40, ya tenía la reputación de ser el hombre más rico de Roma. Su empresa empleaba unas 20.000 personas, dormía en una cama hecha de marfil, oro y piedras preciosas, había desarrollado un gusto por las lenguas de loro y las anguilas vivas y poseía más oro y plata que el resto de la nobleza romana junta.
Por si cupieran dudas, apenas terminaban de comer una de las muchas delicias que componían sus banquetes, Chigi instaba a sus invitados a arrojar los platos de plata en los que les habían servido al Tíber. Para los estándares de cualquier persona se trataba de un despliegue de riqueza escandalosamente ostentoso.
Pero si ésta era una época de grandes fortunas, también era un tiempo en que los gobiernos se ponían nerviosos respecto a los niveles de gasto demasiado notorios.
Leyes suntuarias
Ya se ha olvidado, pero por muchos siglos, las ciudades estado italianas y otros países tuvieron regulaciones conocidas como leyes suntuarias, que proscribían el despliegue ostentoso de todo tipo de posesiones, desde la vestimenta de hombres y mujeres hasta los banquetes, las bodas y los funerales.
Los historiadores no se ponen de acuerdo respecto al significado e importancia de esta leyes, pero sí en cuanto a su eficacia: todo el mundo está de acuerdo en que no funcionaban.
Las leyes suntuarias originales contenían un elemento religioso. Todos sabemos lo difícil que es para un camello pasar por el ojo de una aguja, mucho más para un banquero.
Ciertamente, muchos ricos, Chigi incluido, se aseguraron de entregar una parte de sus riquezas a la Iglesia.
Sus libros de contabilidad, como muchos otros, tenía una columna dedicada "A Dios y la ganancia". Es difícil evaluar el porcentaje de eso que alcanzaba a llegar al bienestar social.
¿Por qué los límites?
Pero muchos de los estados que impusieron límites a lo que se podía gastar en banquetes, en bodas o funerales, lo hicieron porque tenían miedo del impacto sobre el tejido social , pero no en la forma en que uno podría imaginar.
En tiempos en que casar a las hijas implicaba ingentes cantidades como dote, entre más se gastaba en casamientos y más insistía el Estado en que había que mostrar austeridad.
Este es el preámbulo de una ley del siglo XIV en Lucca: "La excesiva de adornos, perlas, guirnaldas, cintas, banquetes y otros gastos en las bodas, implica que las mujeres (que no tienen tanto) no se casan por lo que disminuye nuestra ciudad, los viejos se mueren y unos pocos niños nacen"
También estaba bajo la lupa cuánto gastaba uno en lujos en vez de, simplemente, satisfacer necesidades. Aunque todos esos artefactos de oro y plata podía dar trabajo a unos pocos artesanos, había veces en que la necesidad acuciante de la economía era otra.
"Nuestro Estado es menos fuerte debido a que el dinero que debía navegar y multiplicarse yace muerto, convertido en vanidades". Ésta era la acusación de los gobernantes de Venecia.
Dando ejemplo
Por supuesto que la gente que hacía las leyes quedaba exenta de ellas. El Duque y su familia exhibían alegremente su ceremonial en público, incluso navegando en un galeón dorado cada año para arrojar un anillo de oro a la laguna y celebrar la boda de Venecia con el mar.
Sin embargo, cuando las cosas se pusieron inciertas en el siglo XVI, luego de una humillante derrota en tierra firme, un Duce gobernante envió una vez a su sobrina de vuelta a casa de una ceremonia porque su vestido tenía mucha tela.
Puede haber sido un ejemplo de postura política, pero se vio bien.
No se puede evitar trazar paralelos por ejemplo con los conservadores británicos, que por los últimos tres años han prohibido beber champán en público por miedo al mensaje que se puede transmitir mientras Roma está que arde.
Codicia y despilfarro
En el fondo, nada de lo que se ha hecho ha impedido que la gente quiera hacer dinero y lucir los resultados. Parece ser, después de todo, una característica de la naturaleza humana.
La transgresión de los diez mandamientos puede haber mantenido a la gente acudiendo a los confesionarios -o comprando indulgencias- pero también ha hecho girar al mundo.
Después de un tiempo, ya a nadie se le dio nada por ocultar la codicia. La codicia, como la usura, es un pecado que se hizo consustancial al sistema.
Mientras tanto, de regreso en la Villa Farnesina, la mañana siguiente a la noche del banquete, los sirvientes de la casa de Chigi lanzaban las redes al fondo del río Tíber para recuperar toda la plata que los invitados habían arrojado al fondo de sus aguas.
Incluso hasta los hombres más ricos son capaces de reconocer el despilfarro.